Javier Valdez/ Río Doce.- Br. Sonó, vibró el teléfono: escandaloso, como un insecto alado que protesta. Bueno. Contestó a gritos y con mayúsculas. Del otro lado se escuchó una voz rocosa. Tengo a tu hijo, El pandita. Y si no me das lo que quiero te lo voy a regresar en pedacitos, cabrón. Dame cincuenta mil. Dámelos ahorita y no me cuelgues.
El hombre andaba enfierrado. Sus pistoleros a los lados y frente a él, pero no podía hablar porque aquel desconocido le ordenaba que no hiciera nada y que no colgara el celular. Como pudo, empezó a hacer aspavientos, señas con las manos, agarrarse la pistola y decirles que se prepararan porque iban a salir. Los otros se le quedaban viendo. No entendían. Se miraban unos a otros. Qué pex con este güey.
Hasta que por fin supieron que tenían que agarrar los rifles y ponerse en marcha. El desconocido le decía, insistente y con una seguridad de príncipe, que no fuera a colgar ni avisar a nadie: te estoy viendo, cabrón, más vale que no hagas una pendejada, súbete al carro, te vamos a vigilar, ahora quiero que pites. Pita, güey. Pita. Sonó la bocina del Camaro.
Él volteaba para todos lados, atolondrado. Ya tenía a los matones con él y tras él. Pensaban que algún enemigo quería matarlo, que era una emboscada. Las cuentas pendientes tienen sumas. Tal vez era la hora de restar, de sacar el total. Impuestos, intereses, recargos incluidos.
Un matón de confianza empezó a llamar a El pandita pero no contestaba el cel. Puta madre, es cierto. Lo tienen. El hombre le preguntó dónde vienes. Le dijo acabamos de pasar por el centro comercial. Ah bueno, contestó. Ve a la tienda de muebles que está a cinco cuadras, en la pura esquina. Ahí tengo una cuenta. Ahí me vas a depositar los cincuenta mil.
Seguía marcando y marcando y marcando a El pandita. Pit pit pit. Nada. Iban diez en dos carros: espantados, buscando, sobando el cañón, el cargador, el gatillo. Lo van a matar, jefe. Cállate, pendejo. Lo dijo tapando el auricular del ecsperia. El desconocido le explicó que lo seguía vigilando de cerca. Tuvo la osadía de recomendarle, justo cuando buscaba un cajón para meter el automóvil, que ahí, justo ahí, se estacionara. Órale güé. Pero pobre de ti, hijo de la chingada. Pobre de ti si le haces algo a mi hijo.
Tú deposita y ya. No hagas pedos. No va a pasar nada si sigues mis reglas. Y le pusieron la bocina a un morro. Escuchó el gritó de papá. El llanto. Desesperación. No lo toques. No lo toques, cabrón.
Pit pit. Y sonaba y sonaba el cel de El pandita. Quince llamadas perdidas. A la dieciséis contestó. Qué onda. Dónde estás. Aquí, en la casa. Dónde. En la casa, repitió desenfadado. De volada le informaron al jefe. Te están transeando, el morrito está bien, en la casa: jugaba al Nintendo y tenía los audífonos, por eso no contestaba.