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Iglesia de "La Luz del Mundo" en Guadalajara. Foto: Objetivo7fotógrafos/Cuauhtémoc Villegas Durán.
Iglesia de “La Luz del Mundo” en Guadalajara. Foto: Objetivo7fotógrafos/Cuauhtémoc Villegas Durán.

por Arthur C. Clarke
El doctor Wagner se contuvo haciendo un esfuerzo. La cosa tenía mérito. Después dijo:

—Su pedido es un poco desconcertante. Que yo sepa, es la primera vez que un monasterio tibetano encarga
una máquina de calcular electrónica. No quisiera parecer curioso, pero estaba lejos de pensar que un estable-
cimiento de esta naturaleza tuviese necesidad de aquella máquina. ¿Puedo preguntarle qué piensa hacer con ella?

El lama se ajustó los faldones de su túnica de seda y dejó sobre la mesa la regla de cálculo con la que acababa
de hacer la conversión de libras en dólares.

—Con mucho gusto. Su calculadora electrónica tipo cinco puede hacer, si su catálogo no miente, todas las
operaciones matemáticas hasta diez decimales. Sin embargo, me interesan letras y no números. Tendría que pe-
dirles que modificasen el circuito de salida, de modo que imprimiese letras en vez de columnas de cifras.

—No acabo de comprender…

—Desde la fundación de nuestro monasterio, hace más de tres siglos, nos hemos venido consagrando a
cierta labor. Es un trabajo que acaso le parezca extraño, y por ello le pido que me escuche con espíritu abierto.

—De acuerdo.

—Es sencillo. Estamos redactando la lista de todos los nombres posibles de Dios.

—¿Cómo?

El lama prosiguió, imperturbable:

—Tenemos excelentes razones para creer que todos estos nombres requieren, como máximo, nueve letras
de nuestro alfabeto.

—¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?

—Sí. Y hemos calculado que necesitaríamos quince mil años para completar nuestra tarea.

El doctor lanzó un silbido ahogado, como si estuviera un poco aturdido.

—O.K. Ahora comprendo por qué quiere usted alquilar una de nuestras máquinas. Pero, ¿cuál es el objeto de
la operación?

El lama vaciló una fracción de segundo, y Wagner temió haber molestado a aquel singular cliente que acababa
de hacer el viaje de Lhassa a Nueva York con una regla de calcular y el catálogo de la Compañía de Cal-
culadoras Electrónicas en el bolsillo de su túnica de color azafrán.

—Puede llamarlo ritual si así lo quiere —respondió el lama—, pero tiene una gran importancia en nuestra fe.
Los nombres del Ser Supremo, Dios, Júpiter, Jehová, Alá, etc., no son más que rótulos escritos por los
hombres. Consideraciones filosóficas demasiado complejas para que se las exponga ahora nos han dado la
certidumbre de que, entre todas las permutaciones y combinaciones posibles de letras, se encuentran los
verdaderos nombres de Dios. Pues bien, nuestro objeto consiste en encontrarlos y escribirlos todos.

—Ya comprendo. Han empezado ustedes con A.A.A.A.A.A.A.A.A. y terminarán con Z.Z.Z.Z.Z.Z.
z.z.z.

—Con la diferencia de que utilizamos nuestro alfabeto. Desde luego, supongo que les será fácil modificar la
máquina de escribir electrónica adaptándola a nuestro alfabeto. Pero hay otro problema más interesante, la
disposición de circuitos especiales que eliminen las combinaciones inútiles. Por ejemplo, ninguna de las
letras debe aparecer más de tres veces sucesivamente.

—¿Tres? Querrá decir dos.

—No. Tres. Pero la explicación detallada requeriría demasiado tiempo, aunque comprendiera usted nuestra
lengua.

Wagner dijo, precipitadamente:

—Claro, claro. Prosiga.

—Le será fácil adaptar su calculadora automática para lograr este punto. Convenientemente dispuesta, una
máquina de este tipo puede permutar las letras unas tras otras e imprimir el resultado. De esta manera —
concluyó el lama tranquilamente—, lograremos en cien días lo que nos habría costado quince mil años más.

El doctor Wagner creyó perder el sentido de la realidad. Las luces y los ruidos de Nueva York parecían
esfumarse al llegar a las ventanas del building. Allá, a lo lejos, en su remoto asilo montañoso, los monjes tibetanos
componían desde hacía trescientos años, generación tras generación, su lista de nombres desprovistos de
sentido… ¿Acaso la locura de los hombres no tenía un límite? Pero el doctor Wagner no debía manifestar sus
pensamientos. El cliente tiene siempre razón… Respondió:

—No cabe duda de que podemos modificar la máquina tipo cinco de manera que imprima las listas como usted
desea. Me preocupa más la instalación y el manejo. Además no será fácil transportarla al Tíbet.
—Esto puede arreglarse. Las piezas sueltas son lo bastante pequeñas para que puedan transportarse en
avión. Por esto hemos escogido la máquina de ustedes. Envíen las piezas a la India, y nosotros nos encargare-
mos de lo demás.

—¿Desean los servicios de dos de nuestros ingenieros?

—Sí, para montar la máquina y vigilarla los cien días.

—Enviaré una nota a la dirección de personal —dijo Wagner, escribiendo en un bloc—. Pero aún hay dos
cuestiones más que resolver…

Antes de que pudiese terminar la frase, el lama había sacado del bolsillo una hojita de papel.

—Aquí tiene el estado, certificado, de mi cuenta en el Banco Asiático.

—Muchas gracias. Perfectamente… Pero, si me permite, hay otra cuestión, tan elemental que casi no me
atrevo a mencionarla. A menudo ocurre que se olvidan las cosas más evidentes… ¿Disponen de energía eléctrica?

—Tenemos un generador Diesel eléctrico de cincuenta kilovatios y ciento diez voltios. Fue instalado hace
cinco años y funciona bien. Nos facilita la vida en el monasterio. Lo compramos principalmente para hacer girar
los molinos de oración.

—Ah, ya. Naturalmente. Hubiese debido pensarlo…

La vista, desde el parapeto, producía vértigo. Pero uno se acostumbra a todo.

Tres meses habían transcurrido, y a Georges Hanley no le impresionaban ya los seiscientos metros de caída
vertical que separaban el monasterio de los campos cuadriculados del llano. Apoyado en las piedras redondeadas
por el viento, el ingeniero contemplaba con ojos cansinos las montañas lejanas cuyos nombres ignoraba. «La
operación nombre de Dios», según la había bautizado un humorista de la Compañía, era sin duda el trabajo
más desconcertante en que jamás hubiera participado.

Semana tras semana, la máquina tipo cinco modificada había llenado miles y miles de hojas con sus ins-
cripciones absurdas. Paciente e inexorable, la máquina calculadora había agrupado las letras del alfabeto
tibetano en todas las combinaciones posibles, agotando
una serie tras otra. Los monjes recortaban ciertas palabras al salir de la máquina de escribir eléctrica y las pe-
gaban devotamente en unos enormes registros. Dentro de una semana, su trabajo habría terminado.

Hanley ignoraba qué cálculos oscuros los habían llevado a la conclusión de que no hacía falta estudiar
conjuntos de diez, de veinte, de cien o mil letras, y no tenía ningún empeño en saberlo. En sus pesadillas so-
ñaba algunas veces que el gran lama decidía bruscamente complicar un poco más la operación y que había que
proseguir el trabajo hasta el año 2060. El hombre parecía muy capaz de una cosa así.

Crujió la pesada puerta de madera. Chuk se reunió con él en la terraza. Chuk estaba fumando un cigarro,
como de costumbre. Se había hecho popular entre los lamas repartiéndoles habanos. «Aquellos individuos podían
estar completamente desquiciados —pensó Hanley—, pero no tenían nada de puritanos.» Las frecuentes
excursiones al pueblo no habían carecido de interés.

—Escucha, Georges —dijo Chuk—, estoy preocupado.

—¿Se ha estropeado la máquina?

—No.

Chuk se sentó en el parapeto. Fue algo sorprendente, pues, de ordinario, temía el vértigo.

—Acabo de descubrir el objeto de la operación.

—¡Pero si ya lo sabíamos!

—Sabíamos lo que querían hacer los monjes, pero ignorábamos el porqué.

—¡Bah! Están chalados…

—Escucha, Georges, el anciano acaba de explicármelo. Piensan que cuando se hayan escrito todos estos
nombres (que, según ellos, son unos nueve mil millones), se habrá alcanzado el divino designio. La raza
humana habrá cumplido la misión para la que fue creada.

—Y después, ¿qué? ¿Esperan, acaso, que nos suicidemos?

—Sería inútil. Cuando la lista esté terminada, intervendrá Dios, y todo habrá acabado.

—¿Se acabará el mundo?

Chuk lanzó una risita nerviosa.

—Esto es lo mismo que le he dicho al anciano. Entonces él me ha mirado de un modo extraño, como el
maestro a un discípulo particularmente lerdo, y me ha dicho: «¡Oh, no será una cosa tan insignificante!»

Georges reflexionó un momento.

—Es un tipo que, por lo visto, tiene grandes ideas —dijo—, pero no veo que cambie nada la situación. Ya
habíamos convenido en que están locos.

—Sí. Pero, ¿no te das cuenta de lo que puede ocurrir? Si, terminadas las listas, no suenan las trompetas del
ángel Gabriel, en su versión tibetana, pueden pensar que es por culpa nuestra. A fin de cuentas, utilizan
nuestra máquina. No me gusta esto…

—Comprendo… —dijo Georges, muy despacio—, pero ya he visto otros casos parecidos. Cuando yo era
pequeñín, hubo en Luisiana un predicador que anunció el fin del mundo para el domingo siguiente. Centenares de
personas lo creyeron. Incluso algunas se vendieron sus casas. Pero nadie se encolerizó cuando pasó el do-
mingo. La mayoría pensó que había sido sólo un pequeño error de cálculo, y muchos de ellos siguen creyendo
igual.

—Para el caso de que no lo hayas notado, debo advertirte que no estamos en Luisiana. Estamos solos, los dos,
entre centenares de monjes. Son muy simpáticos, pero preferiría hallarme lejos cuando el viejo lama se dé cuenta
del fracaso de la operación.

—Hay una solución: un pequeño sabotaje inofensivo. El avión llega dentro de una semana, y la máquina acabará
su trabajo en cuatro días, a razón de veinticuatro horas por día. Sólo tenemos que hacer una reparación que
dure tres o cuatro días. Si calculamos bien el tiempo, podemos hallarnos en el aeropuerto cuando salga de la
máquina la última palabra.

Siete días más tarde, cuando sus caballitos montañeros descendían la carretera en espiral, Hanley dijo:

—Siento un poco de remordimiento. No huyo porque tenga miedo, sino porque me dan pena. No quisiera ver la
cara que pondrá esta buena gente cuando se detenga la máquina.

—Si no me equivoco —dijo Chuk—, han adivinado perfectamente que huíamos, y les ha tenido sin cuidado.
Ahora saben que la máquina es absolutamente automática y que huelga toda vigilancia. Y también creen que
no habrá un después.

Georges se volvió en la silla y se quedó dormido. La mole del monasterio recortaba su parda silueta sobre el
sol poniente. Unas lucecitas brillaban de vez en cuando bajo la masa sombría de las murallas, como los
tragaluces de un navio en ruta. Eran lámparas eléctricas suspendidas en el circuito de la máquina número cinco.

«¿Qué sucedería con la calculadora eléctrica? —se preguntó Georges—. ¿ La destruirían los monjes, a im-
pulsos del furor y el desengaño? ¿O volverían a comenzar de nuevo?»

Como si todavía estuviesen allí, veía todo lo que pasaba en aquel momento en la montaña, detrás de las
murallas. El gran lama y sus auxiliares examinaban las hojas, mientras los novicios recortaban nombres ex-
travagantes y los pegaban en el enorme cuaderno. Y todo esto se realizaba en medio de un religioso silencio. No
se oía más que el tableteo de la máquina, golpeando el papel como una lluvia mansa. La propia máquina cal-
culadora, que combinaba millares de letras por segundo, era absolutamente silenciosa…

La voz de Chuk interrumpió sus sueños.

—¡Míralo! ¡He ahí una visión agradable! Semejante a una minúscula cruz de plata, el viejo avión de transporte
D.C. 3 acababa de posarse allá abajo, en el pequeño aeródromo improvisado. Esta visión daba ganas de beber
un buen trago de whisky helado. Chuk empezó a cantar, pero se interrumpió de pronto. Las montañas parecían
restarle ánimos.

Georges consultó su reloj.

—Estaremos en el llano dentro de una hora —dijo. Y añadió—: ¿Crees que habrá terminado el cálculo?

Chuk no respondió, y Georges levantó la cabeza. Vio que el rostro de Chuk estaba muy pálido, vuelto hacia
el cielo.

—Mira —murmuró Chuk.

Georges, a su vez, levantó los ojos.

Por última vez, encima de ellos, en la paz de las alturas, las estrellas se apagaban una a una…