ADN/El País.- El sábado 23 de noviembre, a las 10 de la mañana, un grupo de estudiantes universitarias de Ciudad Juárez se reunió en una calle sin asfaltar de la colonia Morelos con unas señoras del barrio. Apenas había algún hombre entre ellas. Formaron un círculo. Iban abrigadas hasta la barbilla. En esta zona desértica del norte de México se dice que el año solo tiene dos estaciones: invierno e infierno. Llevaban globos blancos. Los lanzaron al cielo e hicieron un minuto de silencio. Se habían colocado al lado de una casucha de bloque gris en la que el sábado anterior había sido asesinada una familia entera de testigos de Jehová. Con un cuchillo, uno a uno. Cinco adultos, un niño de seis años, dos niñas de cuatro. Dejaron viva a una niña de tres meses. Sentada en un portabebés.
Las estudiantes llevaban seis meses yendo a la colonia a hacer prácticas de trabajo social y cada domingo se reunían con las vecinas en una casa que está justo enfrente de la de las víctimas. Una casualidad macabra hizo que la mañana que habían fijado para cerrar el programa, el domingo 17 de noviembre, coincidiera con el hallazgo de los cuerpos. Las chicas de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez habían llegado sobre las nueve. Habían traído sillas, una mesa y una tarta para el convite del fin de las prácticas. La casa de los testigos estaba cerrada. Como eran gente que andaba entrando y saliendo a cada rato, no se les hizo raro.
Estaban todos muertos.
A las 10.45 llegó la policía, avisada por una amiga que había ido a verlos, porque no le respondían a las llamadas de teléfono. Al entrar, los agentes se toparon con el cadáver de una señora en el suelo de la cocina. Luego pasaron a la habitación principal y amontonados sobre una cama grande estaban muertos el chiquillo, las dos niñas y dos mujeres, las madres de los críos. En el suelo de la habitación había otro cadáver de un hombre y en una cama individual el de otro más. La policía acordonó dos cuadras en torno a la vivienda. Las chicas que habían llegado al barrio con una tarta para celebrar el cierre de una experiencia comunitaria esperanzadora se quedaron encerradas allí cinco horas como posibles testigos de una atrocidad que para esta colonia ha supuesto una regresión a los peores tiempos de Juárez. Sea por otra casualidad macabra o porque la muerte camina más cómoda por barrios sin asfaltar, la casa donde acuchillaron a la familia está a un minuto a pie de un centro de rehabilitación en el que en 2009 fueron acribillados a tiros diez internos drogadictos.
Estamos paranoicos”, dice una vecina. “Ahí vieron cómo le cortaban la cabeza a un muchacho”, relata
Un paseo por el barrio con una vecina es una topografía del crimen. En esta esquina rafaguearon a un chico. En aquella mataron hace un año al hijo de una amiga. En el descampado sin iluminación que está junto a la casa de los testigos se han encontrado con frecuencia cadáveres tirados, y se dice que cruzándolo en la oscuridad han desaparecido varias jóvenes. “Estamos paranoicos”, dice la vecina. Entonces apunta con el dedo hacia otro terreno vacío. “Ahí vieron cómo le cortaban la cabeza a un muchacho”. Por las calles del barrio se ven patrullas policiales. También se ven vehículos de calidad, con los cristales polarizados, deambulando con una parsimonia inquietante.
La guerra de Ciudad Juárez estalló a finales de 2007, cuando el cartel de Sinaloa de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, el capo más poderoso de México, empezó una batalla contra el cartel de Juárez para apoderarse de la zona, la franja fronteriza por la que entra más droga a Estados Unidos. La escabechina entre carteles convirtió la ciudad en un pandemonio de asesinatos de criminales y de civiles inocentes. En 2008, año en que el Gobierno federal reaccionó a la crisis desplegando por las calles a miles de soldados y de policías, hubo 1.587 muertos. En 2009, 2.643. En 2010, 3.075, récord nefasto que le dio el título de ciudad más violenta del mundo. A partir de ahí aminoró la guerra. En 2011, 2.150 muertos. En 2012, 749. Hoy, el primer lugar en la lista de ciudades mexicanas con mayor índice de homicidios lo ocupa Acapulco, y Juárez ha bajado al sexto. La mejora es sustancial, aunque todavía rebasa los números de los primeros años 2000. En comparación con los tiempos duros de la guerra, podría decirse que la zona se ha pacificado. En comparación con sociedades más desarrolladas, podría decirse que sigue con un pie en el invierno y otro en el infierno. España, con 47 millones de habitantes, tuvo 387 homicidios en 2011. En Juárez, con 1.300.000, van más de 400 entre enero y noviembre de 2013. A esta mejora relativa algunos le llaman paz, otros tregua, otros pacto provisional. El académico Gustavo de la Rosa, un veterano analista con barbas de Santa Claus, sombrero de expedicionario y dos smartphone colgándole de una cinta que lleva al cuello, le llama la posguerra de Ciudad Juárez.
Escena del crimen de la familia de Ciudad Juárez.
Él afirma que se trata de una ciudad “enferma emocionalmente”. A su juicio, la ferocidad del crimen de los testigos de Jehová es sintomática del desequilibro postraumático de la sociedad juarense. “Esta es una ciudad del terror”, dice De la Rosa, encargado de Derechos Humanos en la Mesa de Seguridad de Ciudad Juárez. “El terror sobrevive, y vamos a tardar muchos años en superarlo”. Parece como si aquí la violencia fuese una enfermedad de la piel que una vez controlada reaparece de vez en cuando como un sarpullido inesperado.
En septiembre de este año saltó el caso de la Diana Cazadora, como se autodenominó en comunicados anónimos la supuesta asesina de dos conductores de una línea de microbuses que transporta a empleados —sobre todo a empleadas— de la maquila, la red de fábricas de mano de obra barata en la que se produce para empresas de países ricos como Estados Unidos y Japón. La homicida ha reivindicado sus crímenes como venganzas por las violaciones y asesinatos de mujeres en Juárez, un fenómeno que se reveló en esta ciudad hace dos décadas y que sigue vigente. Hace un año la policía encontró en una zona llamada Arroyo del Navajo los huesos de 14 chicas menores de 20 años desperdigados en un radio de dos kilómetros de territorio desértico. Las fueron raptando en el centro de Juárez, las prostituyeron durante un tiempo y al final las fueron matando a golpes y tirándolas al aire libre “porque ya no eran útiles”, según declaraciones de los detenidos. La evolución de los feminicidios ha ido paralela a la guerra de los carteles: en 2010 alcanzaron su pico con 306 mujeres asesinadas, según la ONG Red Mesa de Mujeres, y el año pasado bajaron a 94. Otra erupción significativa de violencia ocurrió en septiembre pasado en una colonia pobre, Loma Blanca. Un grupo de sicarios irrumpió en la celebración que tenía lugar en el patio de una casa por un triunfo en una liga local de béisbol y acribilló a diez personas, incluidos tres adolescentes y una niña de siete años.
Un alcalde tranquilo
Si unos dicen que Juárez es una ciudad pacificada, otros hablan de tregua provisional y otros de posguerra traumática, su nuevo alcalde, Enrique Serrano, en el cargo desde hace dos meses, prefiere usar una palabra balsámica: “Tranquilidad”.
Serrano afirma que los problemas de seguridad de Ciudad Juárez ya no son desorbitados, sino parecidos a los de cualquier extensión metropolitana masiva. Distingue que masacres como la de los testigos de Jehová o la de Loma Blanca son “hechos particulares” que no se corresponden con lo que sucede en general en la ciudad.
Una de sus preocupaciones es que le faltan policías. “Tenemos 2.000, debiendo tener unos 4.000 o 5.000”. La necesidad de reclutamiento de agentes en Juárez no es nueva, y ello, en ocasiones, ha llevado a aceptar aspirantes usando un criterio de selección laxo. Un reportero juarense cuenta la anécdota de que, durante la anterior administración municipal, un fotógrafo de prensa se encontró un día en la escena de un crimen ejerciendo de policía a una chica que había conocido como bailarina de club de streaptease.
El alcalde pretende reforzar su plantilla policial, darles mejores sueldos (cobran 693 dólares al mes) y formar a los agentes con un enfoque de cercanía a los ciudadanos. En sus primeras semanas al cargo ha descendido drásticamente el número de arrestados, lo que indica que ha decidido distanciarse de la pauta de seguridad de la anterior alcaldía, que se caracterizó, según Serrano, por ir a los barrios conflictivos, “levantar a todos los que estaba en las aceras” y luego averiguar si eran culpables de algo.
Aunque la violencia ha decrecido de forma sostenida, sigue habiendo episodios de espanto. De la Rosa define la situación como una “guerra de baja intensidad”. La compara con la competencia entre los dos refrescos más famosos del mundo. “Los carteles fueron perdiendo a sus soldados, se les acabó el dinero para reclutar y cinco años de guerra después advirtieron que el negocio de la droga continuaba y que no tenía sentido seguir peleando. Es como la Coca y la Pepsi. No dejaron de pelearse hasta que vieron que había negocio para los dos”.
La pérdida de fuelle de los carteles fue uno de los factores de la caída del crimen. Otro elemento decisivo fue el hartazgo de la sociedad civil, que llegó al límite cuando un comando criminal masacró en 2010 a 15 jóvenes que estaban festejando un cumpleaños en la colonia Villas de Salvárcar. A raíz de la demanda de justicia que provocó ese crimen se formó la Mesa de Seguridad, un organismo que puso bajo escrutinio público la estrategia de las autoridades contra el narco. El conflicto empezó a regularse. El grueso de los militares y de los agentes federales desplegados salió de las calles. Se inició una depuración y una profesionalización de los cuerpos policiales. En una sala de reuniones, el fiscal local Enrique Villarreal ilustra el cambio: “Antes de esto la policía llevaba la pistola fajada en el cinto, botas de cowboy y joyas. Ahora van con saco, son gente respetable”.
El viernes 22 de noviembre, un día antes, un excomandante de tráfico explicaba de noche en un bar de la ciudad que los mejores tiempos para la corrupción fueron antes de que los carteles empezasen su lucha. “Era divertido, había compañerismo, y todo mundo llegaba con dinero a casa de lo que le daban los conductores”. Los agentes de tráfico perdonaban las multas a cambio de sobornos, y luego cada uno le daba una parte de lo recaudado a su jefe. Gracias al diezmo, este comandante dice que se llevaba 300 dólares diarios. “Fueron los tiempos bonitos”, recuerda mientras bebe su tercera o cuarta cerveza. Después llegó la guerra. Él cuenta que a partir de ahí les daba miedo parar vehículos porque nunca se sabía quién podía ir al volante. Según dice, se llegaba al extremo de detener un coche, que el conductor sacase un teléfono, marcase un número, se lo pusiese en la oreja al agente y al otro lado de la línea este escuchase a su superior: “Déjalos ir”. El excomandante sostiene que la mayoría de los mandos policiales estaban a sueldo de los carteles, y que trabajar para el narco no era una opción, sino un imperativo. O entrabas al juego “o te chingaban”. Plata o plomo. El bar en el que habla el antiguo policía está lleno de jóvenes y de ruido de música norteña y de mesas rebosantes de cubetas de cerveza, una señal nocturna de la paulatina reactivación vital y económica de la ciudad. El exagente dice que hace dos años, en las barras, era más factible encontrarte a un par de narcos tomándose un whisky que a un grupo de muchachos alegres cantando baladas de amor.
El fiscal Villarreal dice que Juárez está consiguiendo en tres años lo que Palermo o Cali lograron en diez
El fiscal Villarreal dice que Juárez está consiguiendo un logro incomparable; que ciudades como Cali (Colombia) y Palermo (Italia) tardaron 10 años en hacer lo que ha hecho la suya en tres. De la Rosa relativiza la situación. Dice que esto es como una ruleta. Hasta finales de los noventa, en Ciudad Juárez los narcotraficantes habrían estado dependiendo de las suertes de la ruleta de la política, es decir, de los intereses de los grupos de poder político local; pero durante los primeros 2000 llegó a tener tanta fuerza el crimen organizado que los políticos pasaron a jugar a la ruleta del narco. Terminado lo peor de la guerra de los carteles, según De la Rosa llega una nueva fase en el que el juego tomará un sentido u otro en función de la dirección que se le quiera dar. “Ahora es el tiempo de la política, de la salud social, y el riesgo es que, si eso no se desarrolla, los narcos, que ahora juegan a la ruleta de la política, en 10 o 15 años harán jugar otra vez a los políticos a la ruleta del narco”.
Por lo pronto, De la Rosa juzga que las autoridades han contribuido a parar la guerra pero están olvidando cuidar la posguerra. De acuerdo con sus datos, el Gobierno federal, que entre 2010 y 2012 —durante el mandato de Felipe Calderón— invirtió más de 500 millones de dólares en la ciudad para frenar la sangría, en 2013 canceló un programa de becas para 20.000 jóvenes que había puesto en marcha el Ejecutivo anterior. Haciendo una parábola con el rescate de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, De la Rosa dice que este Gobierno “ha venido con un Plan Marshall al revés”. Su tesis es que un lugar tan traumatizado como Juárez requiere ya mismo un tratamiento de choque para su curación. En especial, la de los jóvenes de las colonias populares, tipos como Jesús Daniel Mendoza Hernández, El Tomate, de 21 años, y Edgar Uriel Luján Guevara, de 31, arrestados por la masacre a sangre fría en la que solo hubo piedad para una bebé de tres meses.
El que hizo esto no está bien de la cabeza”, dice el ayudante del abogado defensor al ver las fotos de la escena del crimen
Luján Guevara entró el viernes 22 de noviembre por la mañana en una sala de audiencias de Juárez vestido con un chándal gris, desarreglado, con la mirada zumbada y la goma de los calzoncillos a la vista. El juez debía determinar si su arresto había sido legal. Al poco de empezar la sesión, su abogado, Jesús Antonio Benzor, protestó porque la Fiscalía no le había entregado la carpeta de la investigación hasta unos minutos antes. El juez, atónito ante la informalidad de la Fiscalía, retrasó la audiencia una hora y media. Suspendida la sesión, Benzor salió del edificio con dos ayudantes y entró a un tenderte de carretera donde se puso a ojear el enorme volumen de folios del caso mientras desayunaba una hamburguesa con un café. Pasados unos minutos apareció por el local un expolicía conocido del abogado y se saludaron. “Pues acá estamos”, dijo Benzor, “metidos en un lío con este muchacho. Es uno de los multihomicidas; bueno, supuestos, porque son chivos expiatorios”. En la tienda se oía un hilo musical de banda norteña. Al sur de mi tierra / Durango y Chihuahua… Sobre la mesa estaban las fotos de la escena del crimen. Los adultos y los niños ensangrentados encima de la cama.
— ¿Quieres chile?, le preguntó un ayudante al abogado.
— No, ya tengo.
Benzor, además de abogado, es pastor evangélico. El mismo ayudante se pone a contemplar las imágenes del crimen. “El que hizo esto no está bien de la cabeza”, dice. El abogado también mira las fotos. “¡Está loco ese hombre!, ¿quién hizo esto?”. Poco después, su amigo el expolicía, que estaba de pie en silencio, vuelve a intervenir: “Ahora sí que estás delante de una prueba de fuego, canijo”, le dice. El pastor suelta una carcajada.
La audiencia se reanudó después de la una. El abogado le pidió a su defendido que le mostrase la espalda al juez para enseñarle marcas de supuestas torturas policiales. El juez detectó una línea de puntos rojos en su espalda y determinó que la Fiscalía debía abrir una investigación interna para saber si le hicieron algo, una posibilidad que remueve una herida recién abierta en la justicia estatal: a principios de noviembre, la Suprema Corte liberó a un acusado de la matanza de los estudiantes tiroteados en un cumpleaños porque confesó bajo torturas. En el caso del homicidio de los testigos, la Fiscalía sostiene la veracidad de la primera declaración de El Tomate, que ahora dice que lo torturaron para que se inculpase y contase un relato de los hechos inventado. De acuerdo con el testimonio que dio, o con el cuento que según dice le obligó a recitar la policía, él y otros tres —dos de ellos prófugos— cometieron el crimen el sábado 16 a las nueve de la noche. Que entraron en la casa. Que hubo un forcejeo. Que Luján Guevara cogió un cuchillo en la cocina, mató al cabeza de familia, después al otro adulto y luego amordazaron al resto para ir matándolos uno detrás de otro con el mismo cuchillo, primero las mujeres, de últimos los niños.
¿Y por qué?
Porque el cabeza de familia debía unos 100 dólares de un trato para cruzar a una pitbull suya con un macho de esa misma raza de perros de pelea. Eso dice la última historia de terror en la Ciudad Juárez de la posguerra.
http://internacional.elpais.com/internacional/2013/12/06/actualidad/1386331573_929940.html