Río Doce.- De un día para otro, El Guayabo guardó su bullicio y se puso triste: sus hojas otoñaron grises, amarillas, tímidas, caídas y el silencio se impuso alrededor del féretro de Melesio Rangel, el Mele, portentoso guitarrista de este bar-templo-hogar-alma máter. Era de otoño, sí, ver entre las mesas cantineras a las damas de negro, los niños, la querencia dolorida, las lágrimas, que no la cerveza, poblando los pasillos.
El féretro en medio. Los músicos callaron. Las fallas en el equipo fueron atribuidos al Mele y sus malhumoradas ondas creativas y sus pucheros lozanos cuando tocaba. Dos guitarristas de acústica de un trío se aventaron dos piezas y los llantos arreciaron. Eran las cinco de la tarde. Hora de brindar en un funeral.
Brindar por el Mele y sus cúspides al tocar rolas de Santana o Jinetes en el Cielo o Toma Cinco. Sus clímax estaban ahí, en ese nadir. Los músicos no lo creían, los que le organizaban un homenaje para recaudar algo de dinero se echaban de un trago los cuartitos laic para reponerse. Bálsamos para heridas: curitas para zanjas hondas, parches para el alma enllagada.
Cuando la música de Gerónimo, Gochi, Toni, Alberto y Roy sonó, fue como superar el embrujo y darle al Mele y su familia las aspirinas del día, frente a la tragedia. Bocanadas de sonidos, jardines en los cartílagos auditivos, manantiales en ese tugurio de la bohemia culichi, quizá el único, el más viejo y tradicional, frente al chapopote desolador y la terca muerte.
Esa misma semana, el viernes 5 de julio, llegó el homenaje. Un montón de grupos de ayer, roqueros trasnochados y vigentes, intérpretes de la cumbia, el bolero y el blues, se subieron al estrado techado de El Guayabo. Tocaron Los Kings Yets, Los Webster Boys, Mojica y El Moni Blues Band; Los Pájaros Azules, ADN, Rivers of the Sun, Gina del Monte, Martín Picos y Los Moustros. Y entonces, aquellas hojas tristes de los tres árboles de guayabo reverdecieron y hubo nidos y follaje nuevo y hasta oteó y bailó el viento.
El acto congregó a retirados guayaberos, aspirantes a la membresía, asiduos y religiosos, visitas de domingo en viernes, morbosos y curiosos, familia, roqueros y ruqueros; morros aprendices de los fondos de las botellas, técnicos y científicos del buen tomar, doctores en botella, borrachos arrepentidos y pedos insumos y conversos. Todos construyeron con sus pasos y voces, en esa tocada generosa y desbordante, un pandemónium: El Guayabo fue entonces un mitin, una fiesta, proselitismo electoral sin candidatos, bálsamo y herida, guarida tibia lejos del asfalto, la burocracia y la guadaña fría.
La barbacoa no alcanzó pero sí las rolas. Las siluetas se irguieron a danzar como locos, como nunca, como liberados de ataduras: prófugos del Psiquiátrico, el alcoholímetro y la barandilla. Fueron poco menos de 2 mil cervezas distribuidas entre los de codazo en la barra, los de las sillas, los erectos, técnicos, mirones y los de la meadera. Y aquello fue energético y vitamínico. Sobraban amaneceres para tanta desesperanza. Se multiplicaron las fogatas y en cada alma nació una antorcha. Y aquello no fue una despedida, no fue un hasta luego, un adiós, un te queremos Mele. Fue una bienvenida.
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