La última versión que manejan los investigadores para explicar su asesinato el jueves pasado es que los Tsarnáev le dispararon a la cabeza para robarle la pistola, que habría empuñado el menor. No pudieron hacerlo. La funda tenía un cierre de seguridad que no lograron abrir.
Ayer nadie quiso centrarse en como acabó sus días, sino en como vivió Sean Collier, al que sus compañeros llamaban cariñosamente «un saco de donuts». Paradójicamente la cadena Dunkin Donuts fue la única que permaneció abierta el viernes, a petición de la Policía, cuando todo Boston estaba en estado de sitio. Los agentes no podían imaginarse una jornada tan intensa sin café y bollos. Como Collier, que quiso ser policía desde pequeño, tampoco podía imaginar su vida fuera del cuerpo.
Ayer le rendían homenaje el vicepresidente Joe Biden y la senadora de Massachusetts Elizabeth Warren, en un gran funeral que, por ser el único público que se ha hecho por las víctimas, se convirtió en un gran acto de terapia colectiva. La calle Boylston, donde se produjeron las explosiones en las que resultaron heridas 264 personas, reabrió al público con la acera y el asfalto recién parcheados. Boston ha enterrado a sus muertos y recupera lentamente a la normalidad.
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