Encíclica sobre la persecución religiosa en México

A LOS VENERABLES HERMANOS, PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS Y DEMÁS ORDINARIOS, EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA.
DE LAS TRISTISIMAS CONDICIONES DEL CATOLICISMO EN LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS
LOS VENERABLES HERMANOS, PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, Y OBISPOS Y DEMÁS ORDINARIOS, EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA. PÍO-PAPA- XI

VENERABLES HERMANOS, SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA:
A fines del año pasado, hablando en el Consistorio al Sacro Colegio de Cardenales, hicimos notar que no podía esperarse fundamente, alivio alguno a las tristes e injustas condiciones en que se hallaba la Religión Católica en México, sino de “un auxilio especial de la Misericordia Divina”; y vosotros no tardasteis en secundar Nuestro pensamiento y Nuestros Deseos, muchas veces manifestados, exhortando a los fieles confiados a vuestros cuidados Pastorales a mover con fervorosas oraciones al Divino Fundador de la Iglesia para que pudiese remedio a tan grandes y acerbos males.
A tan grandes y acerbos males, hemos dicho, pues, contra nuestros carísimos hijos mexicanos otros hijos desertores de la milicia de Cristo y hostiles al Padre común de todos, han movido hasta ahora y mueven todavía una despistada persecución.
Es cierto que en los primeros siglos de la Iglesia y en tiempos posteriores, se ha tratado atrozmente a los cristianos; pero, quizá no ha acaecido en lugar ni tiempo alguno, que un pequeño número de hombres, conculcando y violando los derechos de Dios y de la Iglesia, sin algún miramiento a las glorias pasadas, sin ningún sentimiento de piedad para con sus conciudadanos, encadenarán totalmente la libertad de la mayoría con tan premeditadas astucias, enmascaradas con apariencia de leyes. No queremos pues, que a vosotros y a todos los fieles, falte un solemne testimonio de Nuestra gratitud por las preces privadas o por las solemnidades públicas hechas con este fin. Pero, importa mucho que estás súplicas, empezadas con tanto provecho, no sólo no disminuyan, sino antes bien, continúen con fervor aún más intenso: pues el regular las vicisitudes de las cosas y de los tiempos y el cambiar los juicios y las voluntades de los hombres, encaminándolos al bien de la sociedad civil, no está en poder del hombre, sino de Dios, único que puede asignar un término cierto a semejantes persecuciones. No os parezca, empero, Venerables Hermanos, haber ordenado en vano tales plegarias, viendo que el Gobierno de México en su odio implacable contra la Religión ha continuado aplicando con dureza y violencia aún mayores sus inicuos decretos; porque en realidad, el Clero y la multitud de los fieles, socorridos con más abundantes efusiones de la gracia Divina en su paciente resistencia, han dado tan ejemplar espectáculo, que merecieron con todo derecho, que Nos, en un Documento solemne de nuestra Autoridad Apostólica, los propusiéramos como ejemplo ante los ojos del mundo católico. El mes pasado con ocasión de la beatificación de numerosos mártires de la Revolución Francesa, Nuestro pensamiento volaba espontáneamente a los católicos mexicanos, que como aquellos se mantienen firmes en el propósito de resistir pacientemente a la arbitrariedad y al poderío extraño, antes que separase de la unidad de la Iglesia y de la obediencia a la Sede Apostólica. ¡OH gloria verdaderamente ilustre de la Divina Esposa de Cristo, que siempre en el curso de los siglos, puede contar con hijos tan nobles y generosos, prontos por la santa libertad de la fe, a la lucha, a los padecimientos y a la muerte!.
Al narrar las dolorosas calamidades de la Iglesia Mexicana, Venerables Hermanos, no empezaremos desde muy atrás. Basta recordar que las frecuentes revoluciones de estos últimos tiempos, dieron lugar generalmente a trastornos y persecuciones contra la religión; como en 1914 y 1915, cuando hombres que parecían tener aún algo de la antigua barbarie, se enfurecieron contra el clero secular y regular, contra las vírgenes sagradas, y contra los lugares y objetos destinados al culto, de modo tan despiadado, que no perdonaron injuria, ignominia ni violencia alguna. Más tratándose de hechos notorios, contra los cuales públicamente levantamos Nuestra protesta, y de los cuales habló largamente la prensa diaria, no es ésta la ocasión de alargarnos en deplorar que estos últimos años sin miramiento a razones de justicia, de lealtad y de humanidad, los Delegados Apostólicos enviados a México, hayan sido, uno arrojado del territorio mexicano, otro impedido de volver a la nación de donde había salido por breve tiempo por motivos de salud, y un tercero, no menos hostilmente tratado y obligado a retirarse. Tal modo de obrar -aun sin tener en cuenta que ninguno como aquellos ilustres personajes, hubiera sido tan apto negociador y mediador de la paz,- a nadie se oculta cuán deshonroso haya sido, así para su dignidad Arquiepiscopal y su honorífico cargo, como especialmente para Nuestra autoridad por ellos representada.
Hechos son éstos, dolorosos y graves, pero los que vemos a añadir, venerables hermanos, son tan contrarios a los derechos de la Iglesia, como el que más, y mucho más dañoso a los católicos de aquella nación. Examinemos ante todo las leyes dadas en 1917, que llaman Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Por lo que se refiere a nuestro asunto, proclamada la separación del Estado y de la iglesia, a esta como a persona despojada de todo honor civil, no se le reconoce ya derecho alguno y le esta prohibido adquirirlo en adelante; mientras se da facultad a las autoridades civiles de entrometerse en el culto y en la disciplina externa de la Iglesia. Los sacerdotes son considerados como profesionistas u obreros, pero con esta diferencia: que sólo deben ser mexicanos por nacimiento, y no exceder el número establecido por los legisladores de cada uno de los Estados políticos y civiles igualándolos en esto a los malhechores y a los dementes. Se prescribe además, que en unión de una comisión de diez vecinos, los sacerdotes deben informar al Presidente Municipal de su toma de posesión de un templo, o de su translación a otra parte. Los votos religiosos, las órdenes y congregaciones religiosas no están permitidos excepto en el interior de los templos y bajo la vigilancia del Gobierno; se decreta que los templos son propiedad de la Nación; los Palacios Episcopales, las casas curales, los seminarios, las casas religiosas, los hospitales y todos los institutos de beneficencia, quedan arrebatados al dominio de la Iglesia. Esta no retiene dominio sobre cosa alguna; cuanto poseía al tiempo de ser aprobada la ley, pasa a ser propiedad de la Nación, concediéndose a todos acción para denunciar los bienes que se consideran poseídos por la Iglesia, mediante otra persona, y bastado según la Ley, para dar fundamento a la acción, la simple presunción. Los sacerdotes quedan incapacitados para adquirir por testamento, excepto en los casos de estricto parentesco. Ningún poder se reconoce a la Iglesia en cuanto al matrimonio de los fieles, y este sólo se juzga válido según el derecho civil. La enseñanza, es verdad, se proclama libre, pero, con estas restricciones: se prohíbe a los sacerdotes y a los religiosos, abrir o dirigir escuelas primarias y se destierra absolutamente la religión de la enseñanza, aún privada, que se dé igualmente no se reconoce efecto legal alguno a los diplomas de estudios obtenidos en las escuelas y colegios dirigidos por la Iglesia.
Verdaderamente, venerables hermanos, que aquellos que aprobaron, y dieron su sanción a dichas leyes, -o ignoraban que compete por derecho divino a la Iglesia, como Sociedad perfecta, fundada por Jesucristo, Redentor y Rey para la salvación común de los hombres, la plena libertad de cumplir su misión, (aunque parece increíble tal ignorancia después de veinte siglos de cristianismo en una Nación católica y entre hombres bautizados), -o más bien, en su soberbia y demencia, creyeron que podían disgregar y echar por tierra “La casa del Señor, sólidamente construida y firmemente apoyada sobre la roca viva”, -o por último, estaban poseídos de un ciego furor de dañar de todas las maneras posibles a la Iglesia.
Ahora bien, después de la promulgación de leyes tan perjudiciales y odiosas, ¿cómo habrían podido callar los Arzobispos y Obispos de México? Por esto, prontamente protestaron en una carta serena, pero enérgica; protesta ratificada después por nuestro inmediato predecesor, apoyada colectivamente por el Episcopado de algunas naciones e individualmente por la mayor parte de los Obispos de otras regiones: protesta confirmada por Nos mismo el dos de febrero de este año, es una carta de aliento dirigida a los Obispos Mexicanos. Esperaban éstos que los hombres del Gobierno, calmados poco a poco los ánimos, comprenderían a la casi totalidad del pueblo, a causa de aquellos artículos de la ley que restringían la libertad religiosa, y que, no aplicarían ninguno o casi ninguno de dichos artículos, y se llagaría entre tanto a un “modus vivendi” tolerable. Pero no obstante que, obedeciendo a sus Pastores, que los exhortaban a la moderación, se ha llegado a perder toda esperanza de volver a la calma ya la paz, el Clero y el pueblo han dado muestras de inagotable paciencia.
En efecto, a causa de la ley promulgada por el Presidente de la República el dos de julio de este año, va casi no ha quedado libertas ninguna a la Iglesia en aquellas regiones; y el ejercicio del ministerio sagrado se ve de tal manera impedido que se castiga, como si fuese un delito capital con penas severísimas. Es increíble, Venerables Hermanos, cuánto Nos entristece esta grande perversión del ejercicio de la autoridad pública. Cualquiera que venere, como es su obligación, a Dios, Creador y Redentor nuestro amantísimo, cualquiera que desee obedecer a los preceptos de la Santa Iglesia, ¿deberá ser por esto, por esto sólo decimos, considerado como culpable y malhechor? ¿Merecerá ser por esto privado de los derechos civiles? ¿Deberá ser encarcelado en las prisiones públicas con los criminales? ¡Oh! Cuán justamente se aplican a los autores de tales enormidades, las palabras de Nuestro Señor Jesucristo a los príncipes de los Judíos: “ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas”. (Luc. 22-53). Verdaderamente esta última ley, más bien que interpretar como se pretende, a la antigua, la hace pero y mucho más intolerable, y el Presidente de la República y sus Ministros aplican una y otra con tal encarnizamiento, que no toleran que algún magistrado o comandante militar, modere la persecución contra los católicos.
Y a la persecución se ha añadido el insulto. Se suele poner en ridículo a la Iglesia, ante los ojos del pueblo, ya en el Congreso, con imprudentes mentiras, mientras se impide a los nuestros con silbidos y con injurias, hablar en contra de los calumniadores; ya por medio de periódicos, enemigos declarados de la verdad y de la acción católica. Pues si al principio podían los católicos intentar en los periódicos alguna defensa de la Iglesia, exponiendo la verdad o refutando los errores, ahora no se permite ya a éstos ciudadanos tan sinceramente amantes de la Patria, levantar la voz ni siquiera para lamentarse estérilmente, en favor de la libertad de la fe de sus padres y del culto divino. Pero, Nos movidos por la conciencia de nuestro deber apostólico, clamaremos muy alto, para que todo el mundo católico sepa del Padre común, cuál ha sido por una parte la desenfrenada tiranía de los adversarios, y cuál por otra la heroica virtud y constancia de los Obispos, de los sacerdotes, de las familias religiosas y de los seglares.
Los sacerdotes y religiosos extranjeros han sido expulsados; los colegios destinados a la instrucción cristiana de los niños y de las niñas, han sido clausurados por llevar algún nombre religioso, o porque poseían alguna estatua o imagen sagrada; han sido clausurados igualmente muchos seminarios, escuelas, conventos y casas anexas a las Iglesias. Casi en todos los Estados ha sido restringido y fijado en su minimum el número de sacerdotes dedicados a ejercer el ministerio sagrado. Y aun éstos, no lo pueden ejercitar, si no se inscriben ante las autoridades u obtienen de ellos el permiso. En algunas partes se han puesto tales condiciones al ejercicio del ministerio, que si no se tratase de cosa tan lamentable, moverían a risa; como por ejemplo, que los sacerdotes deben tener determinada edad, estar unidos por el llamado matrimonio civil, y no bautizar sino con agua corriente. En uno de los Estados de la federación, se decreto que no hubiese más que un Obispo dentro de los confines de ese Estado, por lo cual sabemos que dos Obispos tuvieron que salir desterrados de sus propias Diócesis. Obligados por las circunstancias, otros Obispos tuvieron también que alejarse de su propia Sede; algunos fueron llevados a los tribunales: varios fueron arrestados y los demás están a punto de serlo.
A todos los mexicanos que atendían a la educación de la infancia o de la juventud, o que ocupaban otros puestos públicos, se les obligó a que respondiesen si estaban conformes con el Presidente de la República y si aprobaban la guerra hecha a la Religión Católica; y fueron obligados, para no ser cesados en su empleo, a tomar parte juntamente con los soldados y los obreros, en una manifestación organizada por la Unión socialista llamada Confederación Regional Obrera Mexicana. Esta manifestación que desfilo por la Ciudad de México, y otras ciudades el mismo día, y que terminó con impíos discursos al pueblo, tenía por objeto el dar su aprobación con los gritos y aplausos de los asistentes, a las contumelias y afrentas hechas a la Iglesia, por el mismo Presidente.
Y no se detuvo aquí la saña cruel de los enemigos. Hombres y mujeres que defendían la causa de la Religión y de la Iglesia, de viva voz o distribuyendo hojas y periódicos, han sido llevados a los tribunales, y puestos en prisión. Han sido puestos en la cárcel cabildos enteros de canónigos, transportando en camilla a los ancianos; han sido impíamente asesinados sacerdotes y seglares en las calles y en las plazas y delante de las Iglesias. ¡Quiera dios que los que tienen la responsabilidad de tantos y tan graves delitos, entren por fin dentro del, y recurran con arrepentimiento y con llanto, a la misericordia de Dios ¡estamos persuadidos que ésta es la venganza nobilísima que nuestros hijos únicamente asesinados piden ante Dios para los que les dieron la muerte!
Creemos ahora conveniente, venerables hermanos, exponernos con brevedad de que modo han resistido Los Obispos, sacerdotes y fieles de México, oponiendo una muralla en defensa de la Casa de Israel, y permaneciendo firmes en la lucha (Ezeq. 13-5). No podíamos dudar que los Obispos intentarían unanimente los medios a su alcance para defender la libertad y la dignidad de la Iglesia. En efecto, divulgaron una a Carta Pastoral Colectiva al pueblo, en la que después de demostrar hasta la evidencia que el Clero se había mostrado siempre amante de la paz, prudente y paciente con los Gobernantes de la República, y harto tolerantes de las leyes poco justas; amonestaron a los fieles, -explicándoles y exponiéndoles la doctrina de la Constitución Divina de la Iglesia, -que debían perseverar en la Religión Católica, “obedeciendo a Dios antes que a los hombres”, (Act. 5-29) siempre que se impusieran leyes no menos contrarias al concepto mismo y nombre de Ley, que repugnantes a la Constitución y a la vida misma de la Iglesia. Promulgada después por el Presidente de la República la nefasta Ley ante dicha, declararon con otra carta Colectiva de propuesta, que el aceptar semejante Ley, era lo mismo que entregar a la Iglesia esclavizada en manos de los Gobernantes del Estado, los cuales por lo demás, evidentemente no habrían desistido con esto, de su intento: que preferían más bien abstenerse del ejercito público del ministerio sagrado y que por lo tanto el culto divino que no pudiera celebrarse sin intervención del sacerdote, debería suspenderse por completo en todos los templos de sus Diócesis, desde el último día de julio, en el cual entraba en vigor dicha Ley. Habiendo mandado después los Gobernantes que los templos fueran entregados a los seglares designados por el Presidente Municipal, y de ningún modo a aquellos que fuesen nombrados por los Obispos o Sacerdotes, se transfirió así la posesión de los templos de la autoridad Eclesiástica a la Civil; y por tanto los Obispos, casi en todas partes, prohibieron a los fieles aceptar la elección que de ellos hiciese la Autoridad Civil, y entrar en aquellos templos que habían dejado de estar en manos de la Iglesia. En algunas partes, según las circunstancias, se proyectó de otro modo.
Con todo esto, no creáis Venerables Hermanos, que los Obispos Mexicanos hayan descuidado oportunidad u ocasión alguna que se les ofreciese, para apaciguar los ánimos y conducirlos a la concordia, por más que desconfiasen, o más bien desesperasen de obtener una resultado favorable. Consta en efecto que los Obispos que en la Ciudad de México fungen como representantes de sus colegas, dirigieron una carta sumamente cortés y respetuosa al Presidente de la República, en favor del Sr. Obispo de Huejuntla, que había sido conducido preso de modo indigno y con gran aparato de fuerza a la ciudad de Pachuca; y no es menos notorio que al Presidente les respondió en forma iracunda y odiosa. Habiéndose ofrecido después algunas personas de representación, amantes de la paz, a interponer su medición para que el Presidente mismo entrase en platicas con el Arzobispo de Morelia y el Obispo de Tabasco, se discutió mucho y largo tiempo por ambas partes, pero sin fruto. Enseguida los Obispos deliberaron si propondrían a las Cámaras Legislativas la abrogación de las Leyes que se oponían a los derechos de la Iglesia, o si continuarían simplemente como hasta entonces, en la resistencia pasiva. Por muchas razones les parecía que no daría resultado alguno el presentar una solicitud semejante. Presentaron sin embargo dicha petición muy bien redactada, por los católicos más competentes en el conocimiento del derecho y ponderada diligentemente por los mismos Prelados; petición que fue suscrita, por diligencia de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, de que después hablaremos, por muchísimos ciudadanos de ambos sexos. Más los Obispos, habían previsto bien lo que iba a suceder, ya que el Congreso Nacional rechazó por el sufragio de todos los diputados menos uno, la petición propuesta, alegando que los Obispos estaban privados de personalidad jurídica por haber acudido al Sumo Pontífice en busca de consejo y no querer acatar las leyes de la nación. ¿Qué cosa quedaba ya por hacer a los Obispos, sino declarar que no se mudaría nada en su actitud y en la del pueblo mientras no se quitasen tan injustas leyes? Los Gobernantes de la República abusando de su poder y de la admirable paciencia del pueblo, podrán amenazar el clero y pueblo mexicano con peores males; pero, ¿Cómo podrán vencer a hombres dispuestos a sufrirlo todo antes que consentir en cualquier arreglo que pudiera ser dañoso a la causa de la libertad católica?
Esta admirable constancia de los Obispos, la imitaron y copiaron en sí maravillosamente los sacerdotes en las variadas y difíciles, circunstancias en que se hallaban, por lo cual Nos presentamos ante el mundo católico entero y proclamamos estos ejemplos de extraordinaria virtud que Nos han servido de sumo consuelo, y los alabamos, “porque son dignos de ello”. (Apoc. 34).
Y al pensar en esto, -considerando que en México los adversarios han usado toda clase de engaños y han echado mano de todos los ardides y vejaciones posibles con el fin apartar el Clero y al pueblo de la Jerarquía Eclesiástica de esta Sede Apostólica y que sin embargo, de entre los sacerdotes, que se elevan al número de cuatro mil, solamente uno o dos han faltado miserablemente a su deber -parece que no hay cosa que Nos podamos esperar del Clero mexicano! “Vemos a los ministros sagrados estrechamente unidos entre sí y obedeciendo reverentemente y de buena gana los mandatos de sus Prelados, aún cuando por lo general no puedan hacerlo sin grave peligro. Vemos que teniendo necesidad de vivir del ministerio sagrado, siendo pobres y no teniendo la Iglesia con qué sustentarlos, sin embargo sufren sin quejarse su pobreza y necesidad, celebrando privadamente el Santo Sacrificio; atendiendo según sus fuerzas a las necesidades espirituales de los fieles y alimentando y despertando en todos, a su alrededor, el fuego santo de la piedad. Los vemos además levantar con su ejemplo, con sus consejos y exhortaciones el ánimo de sus ciudadanos confirmándolos en sus propósitos de perseverar pacientemente. Quién se admirará pues de que la ira rabia de los enemigos se haya vuelto primaria y principalmente contra los sacerdotes?
Ellos en cambio, cuando se ha ofrecido ocasión, no han dudado en ofrecerse con rostro sereno y ánimo esforzado a la cárcel y a la misma muerte! Pero lo que se nos ha anunciado en estos últimos días, sobrepasa las inicuas leyes de que antes hicimos mención, y raya en el colmo de la impiedad; pues se ataca de improviso a los sacerdotes que celebran en casa propia o ajena se viola torpemente la Sagrada Eucaristía, y se conduce a los ministros sagrados a las cárceles.
Nunca alabaremos bastante a los animosos fieles de México, que han comprendido bien cuánto les interesa que su católica Nación en las cosas más santas y de mayor importancia -como son el culto de Dios y la libertad de la Iglesia y el cuidado de la eterna salud de las almas- no esté pendiente del capricho y audacia de unos pocos, sino se vea finalmente por la benignidad de Dios, gobernada por leyes conformes al derecho natural, divino y eclesiástico.
Debemos tributar muy singulares alabanzas a las Asociaciones Católicas que en estas circunstancias están al lado del Clero como cuerpos militares de defensa: ya que los miembros de ellas, en cuanto es de su parte no sólo proveen al sustentamiento y al socorro de los sacerdotes, sino también cuidan los edificios sagrados, enseñan la doctrina cristiana a los niños, y como centinelas están de guardia para dar aviso a los sacerdotes a fin de que ninguno quede privado de auxilios espirituales. Y esto se refiere a todos en general; pero queremos decir algo en particular de las principales asociaciones para que cada una sepa que es grandemente aprobada y del Vicario de Jesucristo.
La Asociación de los Caballos de Colón, que se extiende por toda la República, se compone afortunadamente de hombres activos y trabajadores que se distinguen mucho por la experiencia, por la franca profesión de la fe y por el celo en ayudar a la Iglesia. Esta sociedad especialmente ha cooperado a dos obras que son de grandísima oportunidad en estos tiempos, a saber: -la Unión Nacional de Padres de Familia, cuyo programa es educar católicamente a sus propios hijos, revindicar el derecho propio de los padres cristianos de instruir libremente a su prole y cuando ésta frecuenta las escuelas públicas, de darle una sana y completa instrucción religiosa; -y la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, instituida precisamente cuando era más claro que la luz que un cúmulo inmenso de males amenazaba a la vida católica. Los miembros de esta Liga que se ha propagado por toda la República, trabajan concorde y asiduamente para que los católicos todos bien ordenados e instruidos presenten un frente único irresistible a sus adversarios. Del mismo modo que los caballeros de Colón, han merecido y merecen bien de la Iglesia y de su Patria, otras dos asociaciones que dedican especial atención, según sus estatutos, a la acción social católica, a saber: -la Asociación Católica de la Juventud Mexicana y la Unión de Damas Católicas Mexicanas. Una y otra, además de lo que es propio de cada una de ellas, en particular cuidado de secundar y hacer que sean secundadas en todas partes las iniciativas de la mencionada Liga Defensora de la Libertad Religiosa. Y en este punto Nos es imposible descender a hechos singulares: pero Nos place daros a conocer, Venerables Hermanos, una sola cosa, y es, que todos los socios y socias de estas asociaciones, están tan ajenos a todo miedo, que lejos de huir buscan los peligros y aún se gozan cuando les toca sufrir malos tratamientos de los adversarios. ¡Oh espectáculo hermosísimo dado al mundo, a los ángeles y a los hombres! ¡Hechos dignos de eterna alabanza! Pues, como arriba insinuamos, no son pocos los Caballeros de Colón, los Jefes de la Liga, las damas y los jóvenes que han sido aprehendidos, conducidos por las calles entre soldados encerrados en inmundas prisiones, ásperamente tratados y castigados con penas y con multas.
Más aún. Venerables Hermanos, algunos de estos jóvenes y adolescentes -y al decirlo no podemos contener las lágrimas-, con el rosario en la mano y la invocación a Cristo Rey en los labios, han encontrado voluntariamente la muerte. A nuestras vírgenes, encerradas en la cárcel, se les han hecho los más indignos ultrajes, y estos se han divulgado de propósito para intimidar a las demás y hacerlas faltar a su deber.
Cuándo el benignísimo Dios se dignará , Venerables Hermanos, poner término a tantas calamidades, ninguna previsión humana puede conjeturarlo. Sabemos, sin embrago, que vendrá finalmente un día en que la Iglesia Mexicana descansará de la tempestad de odios, porque “no hay sabiduría, no hay prudencia, no hay consejo contra el Señor” (Prov. 21-30), “las puertas del infierno no prevalecerán” contra la Inmaculada Esposa de Cristo. (Mat. 16-18).
En verdad, la Iglesia destinada a la inmortalidad, desde el día de Pentecostés en que por primera vez salió rica de dones y de luces del Espíritu Santo del recinto del Cenáculo a la faz de todos los hombres, ¿qué otra cosa ha hecho en los veinte siglos transcurridos y entre todas las naciones sino “esparcir el bien por todas partes” (Act. 10-38), a ejemplo de su Fundador? Ahora bien, estos beneficios de todo género deberían haber conciliado a la Iglesia el amor de todos, pero la tocó lo contrario, según lo había ya anunciado ciertamente el Divino Maestro (Mat. 10-17-25). Por esto, la navecilla de Pedro unas veces navega feliz y gloriosamente a favor de los vientos, y otras parece dominada por las olas y casi sumergida; pero ¿no está acaso gobernada por el Divino Piloto que a su tiempo calmará las iras de los vientos y de las olas? Por otra parte, Cristo que todo lo puede, hace que las persecuciones con que es vejado el nombre cristiano, sirvan para utilidad de la Iglesia, pues según S. Hilario, “propio es de la Iglesia vencer cuando es perseguida, brillar en las inteligencias cuando se la impugna, conquistar cuando es abandonada”. (S. Hil. Pictav. “De Trinit 1-VII-4).
Si todos aquellos que en la que vasta extensión de la República Mexicana se enfurecen contra sus mismos hermanos y conciudadanos, reos únicamente de observar la Ley de Dios, trajesen a la memoria y considerasen desapasionadamente la historia de su Patria; no podrían menos de reconocer y confesar que todo cuanto hay en su misma Patria de progreso y de civilización, todo cuando hay de bueno y de bello, tiene indudablemente su origen en la Iglesia. Nadie ignora en efecto, que fundado ahí el cristianismo, los sacerdotes, y los religiosos particularmente, que ahora son tratados con tanta ingratitud y perseguidos con tanta crueldad se entregaron con inmensas fatigas, no obstante las graves dificultades que les oponían, por una parte los colonos devorados por la fiebre de oro y por la otra los mismos indígenas aún bárbaros, a promover con grandes trabajos, tanto el esplendor del culto divino, y los beneficios de la fe católica como las obras o instituciones de caridad, y hacer que abundaran en aquellas extensas regiones las escuelas y los colegios para la instrucción y educación del pueblo en las letras y ciencias sagradas y profanas, en las artes y en las industrias.
Sólo Nos resta, Venerables Hermanos, implorara y suplicar a Nuestra Señora María de Guadalupe, celestial Patrona de la nación mexicana, que, perdonadas las injurias contra ella misma cometidas, alcance con su intercesión a su pueblo las bendiciones de la paz y la concordia; y, si por secretos designios de Dios, aun está lejano este deseado día, que llene de toda clase de consuelos los pechos de los fieles mexicanos y los conforte para seguir luchando por la libertad de profesar su religión.
Entre tanto, como auspicio de las gracias divinas, y testimonio de Nuestra paternal benevolencia, a vosotros, Venerables Hermanos, a aquellos que especialmente que gobiernan las Diócesis Mexicanas, a todo el Clero y pueblo vuestro, impartimos de corazón la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 18 de Noviembre de 1926, en el año quinto de nuestro Pontificado.
objetivo7

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