Cortesía/Río Doce/Iván Páez.
La silueta que delinea su particular barbilla o la sombra de perfil que pronuncia aún más su enorme nariz son suficientes para reconocerlo y que vengan a la mente tres palabras, sin importar el orden: maestro, cine y suspenso, y es que el aporte y la influencia del director, productor y guionista británico Alfred Hitchcock es tan grande, que la cinematografía no sería lo que es, si no existiera su obra.
Entre sus estudios están electricidad, navegación, física, mecánica, química, economía, arte y dibujo, pero su entrada al cine la haría a través de la publicidad, la que lo llevaría a crear títulos para la empresa estadounidense Famous Players-Lasky. Después sería ayudante en la dirección, guionista, creador de bocetos de los decorados, colaborador en el vestuario y la utilería, y prepararía al reparto, experiencias que le darían la facultad para ser tan meticuloso en sus propias cintas.
Si bien participó en diferentes roles en varias producciones, el propio Hitchcock consideró The Lodger: A Story of the London Fog (1927) su primera película, de las 53 que filmó en la etapa muda y en la sonora; en blanco y negro y a color; en producciones alemanas, inglesas y estadounidenses; con el cobijo de las grandes productoras o de manera independiente. Eso sí, desde sus inicios incluyó en ellas los aspectos que le dieron identidad propia a sus historias, tanto en la forma como en el fondo, por lo que se aplica el término “hitchcockiano” para clasificar su obra y las cintas influenciadas por él.
El sello del realizador nacido en Londres el 13 de agosto de 1899 no solo se observa en su técnica o narrativa, sino en rubros que pueden considerarse fetiches, manías u obsesiones. Es muy conocido que Alfred era estricto, perfeccionista y detallista, al punto de que las tomas que hacía debían asemejarse lo más posible al guion gráfico: le daba demasiada importancia a la fotografía y a lo visual, mostrando todo lo necesario para narrar y ofrecer cada detalle de la historia, de ahí que considerara al cine mudo la forma más pura de expresión y que los diálogos no fueran tan relevantes.
A Hitchcock no le gustaban los intérpretes debutantes, para no dedicarle tanto tiempo a la dirección de actores y mejor enfocarse en lo narrativo. Tampoco le agradaba que los actores improvisaran y daba instrucciones precisas de qué decir, cuándo y cómo. Eso sí, le encantaban las rubias elegantes (Tippi Hedren, Janet Leigh, Grace Kelly, Vera Miles, Kim Novak), de manera obsesiva. Incluso, se dice que obligó a algunas actrices de cabello oscuro (Madeleine Carroll, Joan Fontaine, Ingrid Bergman) a que se lo tiñeran o usaran pelucas claras, para verlas como él deseaba.
El suspenso es la marca más conocida del realizador: Alfred tenía una habilidad inigualable para dar los elementos precisos que mantengan atento al público, en espera de lo peor. Sin embargo, sus películas también se caracterizan por su insistencia en añadir en la trama al hombre acusado de un crimen que no cometió, o bien, un “falso culpable” que necesita probar su inocencia, lo que probablemente viene de su propia experiencia a los cinco años, cuando su padre lo mandó a la comisaría con una nota, para que lo encerraran por unos minutos, luego de hacer una travesura.
En las cintas de Hitchcock, quien introdujo el recurso del MacGuffin (aspecto sin importancia en sí mismo que propicia el desarrollo de la historia), por sospecha, pasatiempo o trabajo, el voyerismo es un elemento primordial; las manos, fotografiadas en primeros planos, son el medio para comunicar aspectos fundamentales de la trama; y como un pasajero de tren, en una fotografía, en el pasillo de un hotel, paseando perros, de víctima de las travesuras de un niño, el director aparece brevemente en sus producciones.
Aunque cada uno de sus filmes podrían equipararse a una enciclopedia cinematográfica (con Los pájaros, en 1963, logró un poder de sugestión aterrador; La ventana indiscreta, en 1954, ofreció una cátedra de cómo observar; con Vértigo, en 1958, revolucionó la estética del arte cinematográfico), Psicosis (1960) podría ser su obra más emblemática, la cual triunfó gracias a inéditas estrategias del director: pedir a las salas de cine no dejar entrar a nadie una vez comenzada la proyección, para no arruinar el recurso del falso protagonista; comprar (casi) todos los ejemplares del libro en el que se basa para evitar cualquier revelación de la historia; mostrar por primera vez en pantalla un baño, en donde consiguió una de las escenas más aterradoras y vistas de todos los tiempos.
La grandeza de Alfred Hitchcock es insuperable. Si bien se le señaló de misógino, agresivo, perverso, machista, acosador y obsesivo, fue un hábil experto en provocar miedo, angustia y tensión, a partir de elementos visuales y, a pesar de que su aporte al cine es indiscutible, es curioso que se le haya nominado cinco veces al Oscar como mejor director (Rebeca, 1940; Náufragos, 1945; Recuerda, 1946; La ventana indiscreta, 1955, y; Psicosis), pero nunca haber ganado. En cambio, la Academia lo reconoció en 1967 con el premio honorario en memoria de Irving Thalberg, otorgado a personas significativas en la producción cinematográfica.
Artículo publicado el 18 de agosto de 2024 en la edición número 03 del suplemento Barco de Papel.
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