Ya sé cómo voy a morir, dijo ella. Le preguntaron cómo. Y no contestó: su mirada apuntó al horizonte, al infinito, a ninguna parte. Y sus ojos se quedaron estáticos, de maniquí. Se dio cuenta que querían que les platicara, por morbo. Y no les contestó nada.

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Había metido su nariz, su cara y toda su cabeza, en la nieve alcaloide. Y a partir de ahí, pa’delante, como decía, y a todo: sexo con unos y otros, tequila que al rato cambiaba por güisqui, después cerveza y lo que tuviera enfrente.

Era entrona. No necesitó armas para sacar el pecho, como un machito, un gallo de pelea, un pura sangre queriendo emerger de su pecho. Tú qué. Lo que quieras. Y levantaba la ceja y la cabeza para mirar a sus oponentes desde una mejor perspectiva y aparentar que tenía genitales henchidos y más estatura.

Si algo se atoraba y al momento de medir fuerzas llevaba desventaja, sabía a quién acudir. Siempre había quién la respaldaba y con qué. Bastaba con que enseñaran los fierros o dijeran una clave o un nombre, para que los caminos se abrieran y la gente nomás no estorbaba.

Un día pensó que ya era demasiado. Cayó enferma por esos excesos en sus fosas nasales. El doctor le dijo, con un desprecio que no olvidó en esa mirada de ente superior, que si volvía a lo mismo ya no la iba a hacer.

Se dijo a sí misma que no quería eso para ella. Habló con sus amigos y sus parientes cercanos, para anunciarles que se retiraba de la aspirada de coquein, como le llamaba ella a la coca, y que por favor no le insistieran ni la invitaran, y que si veían que flaqueaba, que le ayudaran.

Pasaron días de plomo y lluvia ácida por su corazón, su sistema nervioso central y sus ojos: lloró sangre y hiel y sudor, por todos sus poros y orificios. Ni pex, dijo, ya pasará. Y se negó a todos los ofrecimientos. Qué tiempos aquellos en que se encerraba sola, en los moteles, con un veinticuatro de tecates rojas y varios gramos de coquein.

Masturbarse. Ver películas porno y aburrirse. Ver caricaturas y telenovelas. Película tras película. Coquear y coquear y coquear. Dormir, densa, lerda y hondamente. Y morirse tantito ahí. Dos, tres días.

Esa mañana le dijo su ex, Cuídame este paquetito. Era un ladrillo. Ella sabía lo que contenía pero se hizo la disimulada. Miró para otro lado y el paquete se le quedaba viendo. De seguro es de la buena, este güey no mueve de otra. Hizo una ranura con sus uñas empedradas y puso los grumitos en la punta de la lengua. Mmm.

Y la tierra se le movió. Sismo en su vientre, la calle, la banqueta, sus piernas. Cayó con los ojos abiertos y le hablaban y hablaban y nada. Llamaron a la Cruz Roja. La cachetearon y algo le inyectaron. Está en choc, alguien dijo. La llevaron a un hospital.

Pobre mujer, tan joven, dijo una enfermera. Ella estaba pasmada y cuadrapléjica.

Otra morra drogadicta, pobre pendeja. Y vio detrás de las batas blancas las sombras. Espectros alados.

uervos amorfos. La rondaban, burlones. Acechaban y oscurecían el cuarto. Manchas del terror en techo y paredes. Vienen por mí. Y entonces alguien dijo ya la hizo. Y volvió en sí.

Artículo publicado el 05 de noviembre de 2023 en la edición 1084 del semanario Ríodoce.

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