El hombre operaba un camión de carga que iba y venía a Estados Unidos con mercancía que los patrones le ordenaban que entregara. Algo sonó en su interior, una voz de alerta, un sabor amargo en el paladar cuando su esposa lo empezó a acompañar.
Era un hombre tranquilo, apacible y honesto: esperaba pacientemente a que el trailer quedara listo con los productos que debía llevar, los papeles en orden, atendiendo con obsesión milimétrica todas las instrucciones, desde la temperatura hasta las rutas.
Con años en el servicio y ese prestigio ganado con tanto esfuerzo, no podía quedar mal. Y así seguía, con fama de no haber protagonizado percance alguno en carretera ni haber entregado o recibido mercancía en mal estado, o incurrido en malos tratos o desarreglos traducidos en pérdidas.
Tin tin, le hizo el corazón cuando su mujer se sentó a su lado, en la cabina del camión, para anunciarle con una sonrisa florida que lo acompañaba. Bueno pues, contestó él.
Ella llevaba una mochila. Él preguntó qué llevas ahí. Nada, ropa, cosméticos, cosas de mujeres.
Al llegar al almacén y ante el proveedor para traer de nuevo carga al lado mexicano, ella se le perdía. Ahorita vengo, viejo, voy a dar una vuelta, a conocer, de compras, ropa, chucherías, accesorios.
Él solo la miraba. Había en ella algo que le generaba desconfianza. Qué se trae esta. Tenían tres hijos juntos. Era su primer y único matrimonio. Hombre de rutinas, de una sola mujer, de familia. Pero ella tenía lo suyo: guapa, morena, ojos pispiretos y un pelo que anunciaba sus travesuras, delatándola.
Era ambiciosa. Quería tener más y más, aunque su bolso negro de vinil no le diera para más y su esposo apenas ganara pal chivo y uno que otro paseíto con los niños. Ella soñaba con tintes para su pelo, lentes dolchengabana, pulseras y anillos de oro, y ropa cara.
Un día, estando del lado gringo, la siguió. Él entró en una bodega y fingió estar ocupado. Ella salió y le dijo, voy a conocer los rumbos, ahorita regreso. Él salió tras ella, discretamente.
Sacó un paquete de su mochila y se lo entregó a un desconocido. Este empuñó un sobre amarillo y lo canjeó. Ella lo tomó y dejó que su mochila lo engullera. Sonrió, hizo un ademán de despedida, dio la media vuelta y regresó. No lo vio.
Ya de este lado de la frontera la encaró. Ella le dijo que sí, que llevaba y traía droga y dólares. Le propuso hacer negocios juntos y él la rechazó.
Le dijo, Hay mucho dinero. Voy a comprarme ropa en las butics y traer celular nuevo, un rosario de oro, anillos para los niños, lentes oscuros y en cuanto pueda una camioneta cuatro por cuatro, todo terreno.
Le brillaban los ojos. Se le escapaban restos de baba por las comisuras mientras hablaba, emocionada. Él la vio y la desconoció. Le dijo, No le entro. Y sabes qué, ai nos vemos.
Ella se fue a lo suyo, con el signo de pesos en la mirada, él se despidió de los niños y la dejó.
Ahora trabaja de chofer en un comercio local. Va y viene desde esa región montañosa a la ciudad. Visita a sus hijos o vienen a verlo acá. A ella no la ve más.
Los fines de semana se ríe: sus jefes, los ricos del lugar, no quieren descansar ni los domingos para no dejar de ganar. Le recuerdan a su ex: ambiciosos, perdidos, atados a los billetes, y él huérfano de dólares. Feliz.
Artículo publicado el 28 de mayo de 2023 en la edición 1061 del semanario Ríodoce.
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