Columna: Malayerba/Javier Valdez
De una, pasaron de la gloria a la escoria. La opulencia ese día, lunes, pasó de largo y se posó en ellos una suerte de pobreza y orfandad: el jefe, capo de moda y operador en la zona, había sido detenido por militares.
¿Y ahora qué? ¿Qué ondas, qué hacemos? ¿Qué?
Eran chavos de prepa. Morros que no llegaban ni a los veinte. Batos entrones, atrabancados, estridentes. Mequetrefes de los lujos, de las prendas costosas, del calzado, los vehículos, el andar, las morras y los paseos de lucimiento por las calles de la selva de chapopote.
Ahí, montados en los bemedobleú, las cheyenne, las jumer y minicuper, eran otros, se transformaban. Eran ellos y eran otros: porque encima de esos monstruos de cartera, plástico, luces, velocidad y colores ellos eran todopoderosos, intocables, elevados.
Esos morros son chingones, son perros. Son batos pesadillos, gente de fulano, del jefe. Tienen mucho o hacen como que tienen. Pero eso no pelan, no saludan ni voltean.
José apenas es un vendedor. Un promotor. Un empleado de la Comercial Mexicana que no pasaba de ser dueño de su pasillo, de los estantes de los lados, de acomodar ciertos productos, las latas, los paquetes. Y pegar las etiquetas de los precios. Y nada más.
Y él era menos que ellos. Era, para ellos, nada, nadie. No volteaban ni a verlo. Mucho menos lo saludaban. Y cómo, si ellos iban montados en las camionetas de lujo, vestidos con ropa cara, al volante, volando. Y él en su bicicleta montaña. Eso sí, cromada.
Con esas camisas Versace y Pavi. Las botas de avestruz, los cintos piteados. Y ese andar, venteando con las piernas y los brazos, llamando la atención, jalando los reflectores.
Y esas cangureras. Aquí traigo con qué, cabrones. Pero era pose, parte del blof, para que pareciera que andaban armados. El caso era traer esas bolsitas de cuero o de vinil, colgando en la parte frontal de la cintura o a un lado. Abultadas y nutridas.
Siempre con las morras. Siempre en bola, tres, cuatro, cinco. Con la música abusando de los decibeles, castigando invariablemente los tímpanos de vecinos y transeúntes. Haciéndose notar, esa es la consigna. Y las morras emperifolladas: con todos sus brillos, todas sus prendas, las uñas como armas punzocortantes, macabras y adorables, con los pantalones untados y los escotes eternos, temblorosos y saltarines.
Ellas siempre frescas, como recién bañadas. Moteleras y ensabanables, argüenderas y gritonas. Herederas de esa estridencia, de ese espíritu mequetrefe de sicarios, achichincles, émulos, narcos y buchones.
Pero ahora estaban huérfanos. Huérfanos ellos, los batos pesados, de su jefe, el narco de moda. Huérfanas ellas de ellos, de sus caprichos, gastos y paseos. De reflectores y aparadores.
Andaban en duelo. De alguna manera estaban humanizados, pisando la tierra, la banqueta, el asfalto. Los bochos en que andaban, los taxis, el nisán blanco, los habían devuelto a lo terrenal, entre los mortales.
Y ahora sí saludaban a José. Voltearon a verlo y uno de ellos le dijo qué onda loco. Otro hasta amigo le llamó.
Venían de una de las casas de seguridad de su ex jefe, ahora preso. Habían ido a ejercer la rapiña. Buscaban las camisas platiní pero otro, más gandalla, las ganó. Uno de ellos apenas alcanzó una bota de piel de avestruz. La otra se la llevó otro cabrón, otro achichincle. Aunque sea de recuerdo.
Artículo publicado el 19 de febrero de 2023 en la edición 1047 del semanario Ríodoce.
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