Había sido soldado y no cualquiera. Se fue de guardaespaldas de un narco porque le dejaba más dinero: le recomendaba rutas de seguridad, nunca manejaba la camioneta porque le decía que así no iba a poder custodiarlo ni accionar su arma si había algún ataque, y enseñó y ordenó a los otros escoltas cómo vigilar, dónde montar guardia y responder.
Era un hombre recio, fuerte, de estatura mediana, moreno, pelo y frases cortas. Mientras otros habían sido castigados o cesados por indisciplina o porque llamaban la atención al mostrar sus armas o participar en accidentes, él se había desempeñado como todo un profesional de los fusiles y la nueve milímetros, subordinación y discreción.
Pero ese día el jefe le llamó la atención inmerecidamente. Él no agachó la cabeza. Miró fijamente a ninguna parte y luego de los humores de su jefe, que subían y bajaban, que antes de gritar parecía un mar en calma, decidió renunciar. Le dijo que quería ver a su familia, tener otro ambiente, y que no le gustaba el trato que le daban.
Él jefe se sorprendió. Era su mejor guarura pero se mordió un güevo y le dijo por mí lárgate. Tampoco, jefe. No más me voy, y eso sí, le advierto: no me ande siguiendo a ver con quién me junto, a dónde voy. Yo sé que lo ha hecho con otros que se han salido. No lo haga, jefe. Porque si lo hace yo me voy a dar cuenta, y le voy a regresar a su gente en pedacitos. Usted sabe cómo soy. No voy a andar de mitotero o soplón con la policía o el ejército. No soy un traidor ni soy un perro, pero con todo respeto no me chingue y todos contentos.
El patrón se le quedó viendo. Le dijo que estaba bien y ordenó que le dieran dinero por el tiempo trabajado. Él tomó el sobro abultado y dijo adiós de lejos. Cuando uno de sus guardaespaldas volteó, el jefe le dijo no lo sigas.
Dos semanas después supieron que se había vuelto a acomodar. Trabajaba para una célula de la misma organización criminal, en una ciudad cercana. Era el comandante de un grupo de sicarios. Le ordenaron seguir a uno de la marina que iba de civil. Lo interceptaron y sometieron, pero cuando le ordenaron que abriera la cajuela del carro los sorprendió. Se armó la tracatera: su compañero herido y él muerto.
El cadáver quedó en la funeraria dos días. Su ex jefe se enteró y ordenó: gestionen lo del seguro de vida, hablen con la viuda y denle el dinero, y arreglen el entierro. La mujer se quedó con dos hijos pequeños. Todo corrió por cuenta de aquel que había sido su patrón y que no le guardaba rencor por haberlo dejado sin su custodia, sino que le tenía gratitud: no ordenó que lo siguieran, cuando renunció, aunque sí lo acompañó al panteón a besar con billetes y generosidad el frío mármol de su tumba.
Columna publicada el 20 de septiembre de 2020 en la edición 921 del semanario Ríodoce.
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