Escuchábamos los relatos de nuestros padres y los veíamos revivir, año con año, el terremoto de 1985.
Hace dos años un simulacro matutino nos advertía que la fragilidad de una ciudad se derrumba en segundos, como si no lo admitiéramos, continuamos con nuestro día.
Un par de horas más tarde nos descubrimos mirándonos en el espejo del pasado. Poco después de las 13 horas un fuerte sismo nos sacudió. Nos quedamos mirando, alguien se atrevió a afirmar lo obvio, a manera de pregunta:
—¿está temblando?—
Otros no dijimos nada. Por suerte nos encontrábamos en los jardines exteriores del lugar donde estudiábamos y esperamos a que terminara de sacudirse la tierra. Otras veces habíamos ya sentido ese movimiento y sólo esperábamos para continuar con nuestras viejas y absurdas rutinas. No fue igual.
Lo primero que buscamos fue acceder a internet, pero ni el Wi-Fi ni los datos móviles funcionaban. Esperamos. Alguien salió a confirmar que se suspenderían las clases, por lo menos, por el resto del día, en lo que se revisaban los edificios. No sabíamos si salir o quedarnos dentro de la escuela. Esperamos.
Algunos pudimos irnos comunicando con nuestros familiares y confirmábamos que nos encontrábamos bien. En ese momento lo recordé, había dejado un pequeño cachorrito en el departamento que rentaba y me preocupaba que algo le hubiera caído encima.
No habíamos dimensionada nada. Seguimos esperando. No sabíamos realmente nada. Alguien decía que afuera había un caos y que había escuchado que el metro no funcionaba, era normal, pensé, esta ciudad se entorpece incluso si llueve.
Cerca de las 16 horas seguíamos esperando dentro de la escuela y sin saber si ya podíamos encaminarnos hacia nuestras casas. Hasta ese momento, el mayor temor era en la forma en que regresaríamos, nunca imaginamos lo que había sucedido, lo que estaba pasando en ese momento. Alguien sugirió que fuéramos a comer y todos secundamos la idea.
En la calle, cerca de Mixcoac, el caos reinaba, pero parecía ir recuperando el orden desordenado de siempre. Los semáforos no funcionaban, pero algunos ciudadanos habían decidido prestar su tiempo para intentar darle sentido al tráfico que gobernaba las avenidas. Fuera de ello, no encontramos nada fuera de lo “cotidiano”.
Llegamos al lugar donde siempre comíamos bebíamos al salir de clases. Ordenamos lo de siempre y fue entonces que descubrimos que la ciudad se estaba cayendo. En ese momento comencé a sentir un vacío en el estómago y me concentré en ver las imágenes que pasaban en la TV del comercio.
El internet regresó y poco a poco fuimos inundándonos de noticias, vídeos y, sobre todo, rumores. No pensé en nada, sólo miraba la destrucción que, en segundos, cambiaba vidas y terminaba con otras. ¿Qué estaba pasando en la ciudad? Me pregunté.
Esperamos todavía un par de horas más. En mi cabeza toda la ciudad se había caído y confundía las imágenes que había visto del ’85 con las que estaba viendo en la TV. Sólo pensaba que el edificio donde vivo se había caído. Pensaba en mi perro, en mi familia, en mi novia. Por fin, decidimos que era momento de afrontar la realidad. ¿Podríamos llegar a nuestras casas? ¿Teníamos a dónde llegar? No lográbamos terminar de dimensionar el estado en que se encontraba la ciudad.
El metro, por lo demás, no estaba como lo imaginaba y logré llegar a mi destino: metro San Antonio Abad. Uno de los costados de Calzada de Tlalpan se hallaba cerrado por completo. Cuando logré salir encontré que, uno de los edificios que se encontraban sobre Tlalpan, había perdido un piso entero.
¿Qué tan fuerte se sintió por aquí? ¡Mi perro! Me apresuré a llegar a casa. Salvo la bicicleta, que encontré en el piso, todo parecía estar en orden. Esa noche me quedé mirando las noticias y, demás está decir, no pude dormir…
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