Para Estela Juárez y su cría de amor
La niña de apenas ocho años se acercó a mirar lo que leía su tía. La tía estaba metida en las páginas de ese libro, en cuya portada se leía que eran historias de orfandad, de la muerte barata, de las esposas de los asesinados, de los hijos de desaparecidos, del policía homicida, del gobierno sometido y cómplice. Un niño, una mirada ausente, de reclamo, de lluvia salada, de espera amarga, ilustraba la portada del ejemplar.
Qué lees, tiíta. La tía la miró y le dijo un libro. Es sobre la violencia, los narcotraficantes, la gente que ha muerto y la lucha de sus familiares por encontrar a sus familiares, porque no saben a dónde se los llevaron. Me lo prestas, quiero leerlo. No, mija. Este libro no es para niños. Verás: son historias reales y muy tristes, dolorosas, hablan de la violencia, de personas a las que han golpeado y les han disparado balazos.
Si quieres, si de verdad quieres saber, puedo contarte alguna de las historias. No leértela, porque son muy fuertes. La niña se retiró y solo dijo ay tiíta, cuando dio la media vuelta. A los días, la tía terminó de leer el libro, entre esos llantos bajo las sábanas, a solas, a oscuras, en medio de un invierno invasivo que no mide el mercurio del termómetro ni anuncia el meteorológico. Las heridas de las historias que contaba el libro se le habían pegado a la piel, las cicatrizas estaban asidas a su pecho, su mirada marcada por las lágrimas de esos, hijos y viudas, protagonistas: su alma estaba baldía.
Uno de esos domingos se levantó tarde. Mediodía y ella todavía con la modorra, buscando a tientas el café, lo caliente, la deliciosa y líquida amargura que además de despertarla, le levantaba el ánimo. Vio a su sobrina en la sala, luego del segundo sorbo. Junto a ella, el libro que le había prohibido. La mirada de la pequeña la delató: había leído las historias que ella censuró. Le preguntó. La niña asintió. Sonrió. Corrió hasta su tía. La abrazó y sus manos y piernas y tórax y panza, la atravesó. Fundidas, en medio de la sala. La tía soltó el llanto y la niña la consoló. Siempre, tiíta. Siempre habrá cosas buenas. Y lloró más.
Esa niña ya traía las lesiones de muchos, incluida su tía. Y sin embargo se levantaba de entre las ruinas para consolar y salir a la calle. En una calle se toparon con una manifestación. Eran los familiares de los cuarenta y tres de Ayotzinapa. Gritaban vivos los queremos. La niña los vio. Volteó a ver a su tía. Y vio de nuevo a los inconformes. Gritos, pancartas, la policía rodeando. La marabunta, la rabia. Tiíta, yo no quiero ser estudiante. Por qué, amor. Porque no quiero que Peña me desaparezca.
Columna publicada el 7 de julio de 2019 en la edición 858 del semanario Ríodoce.
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