Hace tiempo que no escribía, no por falta de ganas ni de temas de qué escribir pero recuerdo que lo último que publiqué fue mi pesar por la noticia del asesinato de Javier Valdez. En ese momento, como muchos de sus amigos, sentí la necesidad de abrazar a mi familia, una incredulidad y ganas de que fuese una broma de mal gusto me invadió pero desgraciadamente no fue así, poco a poco se fue confirmando la noticia.
De ese fatídico 15 de mayo a la fecha han pasado muchas cosas, se han escrito infinidad de textos al respecto, se han realizado murales monumentales, tapizado ciudades de carteles, marchas y protestas por doquier, pero lo cierto es que jamás volveremos a ver la Malayerba ni la luz verde de su vigencia en Facebook.
Dicen que mala yerba nunca muere y hablando en el sentido estricto de la palabra, no muere porque da muchas semillas que se esparcen y se reproducen, crecen en lugares insospechados y eso es lo que somos sus amigos: semillas que seguirán esparciendo su voz.
El mejor homenaje que se le puede hacer a un escritor es leerle. Me identifico enormemente con su primera etapa como escritor con su libro Crónicas de asfalto, de azoteas y olvidos. Y dentro de las crónicas de ese libro me quedo con la de Ver amanecer.
Conocí a Javier hace algunos años cuando vino a mi pueblo a presentar uno de sus libros, creo que fue el de Morros del narco. Curiosamente ese día le presentó su libro Álvaro Rendón, el Feroz, quien también fue víctima de las balas, así las cosas en Sinaloa.
Posteriormente en uno de sus cumpleaños le ofrecí una de mis obras plásticas que a la postre me dijo que la había colgado en la sala de su casa a un lado de un López Sáenz, lo cual agradecí enormemente y fue así como nació una amistad que con el tiempo fue creciendo.
En uno de mis viajes a Culiacán me invitó a desayunar junto a su familia a un restaurante del Centro de Ciencias para que platicara con su hija, que en ese entonces iniciaba a estudiar la carrera de Biología Pesquera en mi Alma Mater, la escuela de Ciencias del Mar en Mazatlán.
En el aniversario luctuoso de Óscar Liera me llevó uno de sus libros autografiados hasta la Casa de la Cultura de la UAS, donde ensayábamos un performance que presentaríamos en el panteón.
Tiempo después me invitó a la presentación de su libro Huérfanos del narco, en la misma Casa de la Cultura, y posteriormente fui uno de los privilegiados en asistir a la cena del festejo junto a un grupo selecto de amigos de él en un restaurante de comida mexicana, muy cerca del centro de la ciudad; en esa ocasión les llevé de regalo a él y a Juan Villoro, unas máscaras de pascola que yo mismo había hecho.
Creo que la última ocasión que le vi fue cuando presentamos la exposición Colgar la soga, quemar la casa, en la galería Antonio López Sáenz del ISIC. Fue el único de mis invitados culichis que asistió, ese día me dijo que se había levantado de la cama con un dolor que le aquejaba, pero que lo hacía con mucho gusto porque era por mí. Nos comunicábamos muy seguido, pues sabía muy bien de mi afición por la crónica, al grado que me publicó dos artículos en Ríodoce, en la sección cultural.
La última vez que nos comunicamos, según el messenger de Facebook, fue el día 5 de mayo, en que platicamos sobre mi próxima publicación y su colaboración para difundir en La Jornada la lucha de un grupo de artistas de la localidad por defender para el pueblo el manejo del Teatro Ingenio.
Recuerdo muy bien que cuando subí a mí muro una nota sobre la injusticia que estaba pasando mi vecino el Sapito, trabajador en la construcción del Teatro Ingenio, que se había caído de más de 10 metros de altura y que no lo querían atender, fue el primero en decirme que me enviaría al corresponsal en la zona norte para que cubriera la nota y así fue; al otro día y gracias a la publicación le dieron su atención debida, así simplemente, así era el bato. Yo por lo pronto seguiré con mis crónicas aunque ya no reciba ese mensaje de: Me gusta bato, me gusta, está muy fresco, tienes luz, abrazo bato…
Articulo publicado el 27 de enero de 2019 en la edición 835 del semanario Ríodoce.
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