—El Ruco es reportero —le aclaró el sicario novato al jefe.
—Me vale verga. Traigo ganas de matar —escupió el patrón en ese monte circundado por casas y en donde a lo lejos se escuchaba el ritmo del vendedor callejero: El panadero con el pan, el panadero con el pan… pásele, pásele marchantita ¿de cuál va a querer?
El sonido de la música gancho se fue apagando, desvaneciendo en la penumbra que se tragaba a la ciudad.
Y en el monte, hincado, sin playeras, en calzones y con los ojos vendados estaba Pedro Álvarez Félix, un veterano reportero de televisión, y actual entrevistador en medios electrónicos alternativos, de esos que hoy son novedad en la web.
Largos segundos de silencio, rotos ocasionalmente por el cuchicheo de esos sujetos que tenían su vida en sus manos. De entre las voces sobresalían la de mujeres, pero para él todas eran desconocidas, aunque por el timbre le parecían jóvenes, no mayores a los 25 años de edad.
Hincado, sin poder hacer nada, sintiendo en sus carnes el frío cañón de los fúsiles que ni siquiera lo tocaban, Pedro estaba tranquilo. No se inmutaba por nada. No le molestaba la nube de moscos que parecían le arrancaban trozos de carne en lugar de chuparle sangre.
—La libraste viejo —le dijo el jefe de matones. Te vamos a soltar. No te levantes en 15 minutos. Escuchó los pasos que se alejaban, amortiguados por tierra húmeda, olorosa a caño. También escuchó el ronroneo de un motor retirándose, y cómo las espinas rayaban la pintura de la carrocería.
Cuando el silencio tronó en sus orejas, se levantó como impulsado por un resorte. Se quitó su camiseta de los ojos y vio su carro con las llaves en el encendido. Se montó y comenzó a conducir por donde le pareció que se habían alejado los matones. Llegó a un chumilco y preguntó cómo salir, confirmó la ruta con un hotdoguero, y cuando vio el caserío respiró aliviado. Se ubicó cuando vio la tienda de Mamá Lucha, y luego enfiló a su casa, en el fraccionamiento Urbi Villa del Bosque, en donde todo había comenzado, seis horas antes de ese 22 de octubre.
Ahora su casa estaba toda revuelta. Policías la custodiaban. Y recordó que en seis horas de cautiverio jamás vio a ningún policía, ni tampoco escudriñó torretas y mucho menos el ulular de las sirenas. Ya adentro, saludó a su esposa y demás familia. Su hijo, Esaú y Rodrigo, el amigo de él, aún no habían recalado, pues a la misma hora y del mismo lugar también habían sido privados de la libertad por tres sujetos que llegaron de improviso, escandalizando, golpeando a la gente.
Cuando la puerta principal tronó por tres patadones que le pusieron justo en la chapa, y cuando el bullicio se convirtió en histeria, Pedro decidió bajar de su recámara y poner orden. No lo conseguiría, porque un tipo con fusil al hombro lo paró en seco: ¡Quieto Ruco! Buscó responder, alegando que estaba en su casa. Como respuesta recibió un culatazo entre el hombro y el gato. El golpe casi lo noquea.
“El grillo, el grillo, dónde está el grillo”, le preguntaron insistentemente los tres desconocidos que revolvían colchones, camas, sillones, closet, maletas, archivos y que se apoderaban de dinero, el ahorro para un viaje, tarjetas de crédito, identificaciones, gafetes, joyas y hasta réplicas de pulseras y collares finos.
Pedro entendió que los sujetos buscaban “cristal”, y les respondió que en su casa no había, que seguramente estaban equivocados. ¡Qué equivocados ni que la verga, Ruco! El grillo o te mueres. Nada valió.
En un acto, le taparon los ojos y lo metieron a la cajuela de su propio auto. A su hijo y a un amigo de él lo subieron en otro compacto. Desde entonces ya no los vio. Sólo escuchó cuando estaban siendo torturados en aquel mismo paraje y les preguntaban por quién sabe quién y que buscaban sabe qué cosa.
Otras cinco horas pasó en vela hasta que los muchachos recalaron a la misma casa.
Pedro dice estar tranquilo, que se repondrá del susto, y que todo fue producto de un error de los sicarios. Con todo, interpuso denuncia de hechos, aunque sabe que éstas difícilmente prosperan.
Por el ataque a Pedro Álvarez Félix nadie protestó. Ni el medio en donde trabaja, ni la asociación de periodistas en la que se afilió. Tampoco las otras agrupaciones de colegas existentes. No hubo marcha ni reclamo al gobierno por el atentado. Ni un escrito de condena, tampoco un banner. Nada. Absolutamente nada. El hecho fue como si no hubiese ocurrido, como si todo estuviera en santa paz.
De lo sospechoso del caso, Carlos Alberto Acuña Ronquillo, jefe de la policía municipal en Ahome, negó que los atacantes de Pedro fuesen policías o que aquellos estuvieran bajo el cobijo y la protección de éstos: “Lo rechazo categóricamente”.
De los nulos resultados culpó a la tardanza en el aviso del hecho: “Los levantones son esporádicos. No hay una frecuencia estable o continua”.
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