Agáchate. Te mato si volteas a verme, hijo de la chingada. Agáchate y no te muevas. Ahora sí vas a chingar a tu madre, pendejo. Ahora sí te va a cargar. Ya ves lo que pasa cuando uno no paga. Por andar pide y pide y pide dinero. Ahora vas a pagar porque vas a pagar. Vas a pagar, pendejo. Pero con tu vida.
Clic. El hombre cortó cartucho. Eran tres. Uno de ellos le tenía la suela de esas botas negras en la espalda, presionando y pateando. Eran las siete de la mañana cuando salió de su casa a caminar al parque. En un tris se le echan encima y está boca abajo rumbo a quién sabe dónde.
Sudor. Más sudor. En el piso del carro, con las orejas pegadas a la sucia alfombra, le parece escuchar las piedras y el pavimento. Me van a matar. Lo supo cuando empezó el brincoteo: iban por terracería. Vamos pal monte. Órale cabrón, te llegó tu hora. La camiseta se le empapó y ni siquiera había realizado su caminata matinal.
Me van a matar. Ya no era Fernando o Alonso o César. Era un bulto, un costal de papas. Para esos pistoleros él era un objeto. Un perro muerto que sufría porque sabía que iba al matadero. Desconocía de qué le hablaban y qué querían. Pensó que tal vez era una confusión pero cambió de opinión cuando le pasaron al hombre que había ordenado que lo levantaran: eres fulano de tal, vives aquí, tu mujer se llama así.
Y se cagó. Lo sacaron de las greñas. Lo doblaron con una patada en la panza. Pensó que seguían las mandíbulas o tres costillas rotas. Clic. Escuchó como un eco que se le queda viendo. Sintió el cañón de la pistola arriba de la nuca. A la chingada, me van a matar. Otro de los matones le dijo al que le apuntaba con el arma que se alejaran más para que no lo fuera a salpicar.
En eso estaban cuando entró una llamada. Era el jefe de la banda. Ochocientos mil pesos. Ochocientos mil pesos pero ahorita, pendejo. O te va a cargar la chingada. Te vamos a trozar. Se pusieron de acuerdo. Pidió el teléfono para hablar con el gerente de la empresa y con su esposa, y les dieron el dinero que exigían. Dales todo. Todo lo que te piden. Si no me van a dar piso.
Hicieron cheques, juntaron efectivo, vendieron esto y aquello. Media hora y nada. Sonó de nuevo el celular. Es el patrón, dijo el que iba a contestar. Ocho segundos de conversación. Oquei. Lo vamos a soltar, ya están entregando el dinero. Te salvaste cabrón. Te salvaste y te vamos a dejar en paz.
Otra vez boca abajo. Babeando la sucia alfombra. Sudando sudores de caminatas de cuatro días. Entraron a la ciudad. Se detuvieron intempestivamente. Bájate. No voltees ni te fijes en las placas. Una patada. Cayó en seco. Ya la hiciste, le gritó el que manejaba. Ahora ve y rézale a San Judas Tadeo, cabrón. Y se fueron.
Columna publicada el 30 de septiembre de 2018 en la edición 818 del semanario Ríodoce.
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