Ellos pisteando. Él con su bote de aluminio blanco, sudoroso y helado, junto a la yelera. Los botes resistían: jugaban con los cilindros transparentes y el agua, nadaban, peleaban, parecían pedir auxilio, gritaban tómame, repartían codazos, se zambullían y luego asomaban para tomar aire.
Sus amigos malandrines lucían cansados y relajados. Parecían competir por acumular botes junto a ellos, arrugados como buñuelos, en señal de sequía y de que era tiempo de abrir otra y otra y otra. La mesa blanca de plástico temblaba ante cualquier movimiento de sus moradores.
El sol ya no estaba en la bóveda superior pero todavía calaba. Presencia de fantasma: se siente y está, pero no se ve. Siete de la tarde. Pardea el firmamento. La noche viene pero no guarece. Todavía está caliente el piso y las hojas de los árboles y las sillas y paredes. El verano y sus cuarenta grados se quedan aún de noche, en la ciudad.
Uno de ellos sacó una caja de madera. Vibraron las piezas de plástico blanquinegras del dominó en la superficie de la mesa. Una mujer, esposa de uno de ellos, sacó la botana. Churrumaiz, papitas, chicharrones con sal y limón, jocoque, trozos de salchichas y aceitunas sin intestinos, totopos.
La danza ruidosa al batir las piezas. Los cuatro pares de manos desplegados para seleccionar las siete. Y entonces a él le dieron ganas de mear. Se asomó sin levantarse y le pareció ver a la mujer que había traído la botana sentada frente a la tele. Un niño de acaso dos años en su regazo. Un llanto lejano le llegó. No quiso moverse. Le pareció una grosería pasar al baño de la vivienda y se sintió incómodo.
Cerró las piernas. Luego las abrió, desesperado. Y cerró y abrió, cual abanico desnaturalizado. Pinche desesperación. Y él era meón, de vejiga impertinente que se llenaba con poco. Aguanta, aguanta. Vio las fichas. Para acabarla de chingar le habían tocado varias mulas, incluida la de seis.
Disimuló su ansiedad con dos bromas y un torpe movimiento de fichas. Mala jugada. Expresó un chingada madre y se refugió de nuevo en el aleteo de piernas. Tomó salchichas y luego queso y aceitunas y embarró un totopo con jocoque. Cuando terminó el juego avisó que iba a asomarse a su carro. Lo ignoraron.
Cinco pasos y ya estaba afuera. La fila de cuatro carros estaba a su derecha. Pasó y escuchó gemidos. Uno de los carros se movió pero pensó que era su imaginación. Se fue hasta el final: bajó el cierre y evacuó líquidos. Ah, dijo. Y escuchó otro ah y otro más.
De regreso se asomó: cuatro hombres estaban atados, con sangre, uno sobre otro, jadeando, en el piso de uno de los carros. No aguantó más ni quiso saber. Se regresó entre escalofríos y pidió una bien helada para volver a comenzar.
Columna publicada el 2 de septiembre de 2018 en la edición 814 del semanario Ríodoce.
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