Hay un sentimiento necrológico en esa tentación por visitar panteones. En ese deseo cumplido de transitar despacio por esos pasillos frecuentemente estrechos donde descansan los restos de quienes se nos adelantaron dejando su impronta.
Quizá hay en esa búsqueda algo de insensato, perturbador, pero no sólo eso, hay algo más cuándo estas ante la tumba de personas que influyeron en el devenir de sus pueblos o en la cultura universal. Sea a través de las grandes gestas heroicas, las artes o la ruptura con el establishment.
Entonces, en ese acto presencial ante lo irremediable, existe un sentimiento de impotencia por la pequeñez y la irrelevancia de la vida propia. ¿Quién es uno frente a la tumba de Napoleón? ¿Quién es frente a la tumba de Oscar Wilde? ¿Quién es frente a la tumba de Jim Morrison, Edith Piaf u Honorato de Balzac? Un rostro más en la muchedumbre.
Visitar esos recintos que llaman al silencio, a la reflexión, a la relectura o aquello que invita y decía Henry Miller llegado a los cuarenta años: He dejado de leer libros, para empezar a leer rostros, es un ejercicio pertinaz, de buscar las claves de la vida, pero también del éxito en la historia.
Acabo de estar en París y uno de los propósitos era visitar los dos panteones más emblemáticos donde descansan los restos de seres excepcionales: Pére-Lachaise y Montparnasse.
El primero ubicado en el este de París, el distrito XX y más específicamente en el 16 de la Rue de Repos, es un cementerio amurallado que fue diseñado y puesto en operación a principios del siglo XIX al igual que el de Montparnasse y el de Passy y Montmartre, mientras el segundo al sur, en una de las zonas más populosas (en la siguiente entrega hablaremos de ese recinto).
Llegar a la puerta principal es en alguna forma cruzar el umbral de la historia. Su ancha avenida luego se multiplica en calles, pasillos, jardines que reciben la sombra de grandes árboles. Y en esos espacios flexibles vas encontrando primero tumbas que demostraban un ejercicio de poder hasta el final. Se trata de tumbas con una gran inversión que incluyen muchas de ellas verdaderas joyas arquitectónicas y escultóricas.
La mayoría de ellas para un neófito son verdaderos cultos al ego y la inmortalidad basada en lo mayúsculo y excepcional. Algunas explicables como la de Napoleón pero otras quizá solo explicables para sus familias.
Contrastan, por ejemplo, con la sencillez y timidez de las que acogen al músico Frederic Chopin o al pintor expresionista Amedeo Modigliani.
Tumbas de culto donde diariamente llega gente a rendir tributo y hasta prender un porro en homenaje a alguno de sus admirados. Depositan sobre las tumbas boletos de Metro incluso algunos dejan cigarros, un botellín de vino, un billete de un país lejano. La gente se hace la selfie y sigue su camino. En esa búsqueda que no es nada fácil de ubicar por los innumerables pasillos y una información confusa de la ubicación de los célebres en Pére Lachaise. Pero, bueno, si hay perseverancia y algo de condición física, subir y bajar por esas largas pendientes, es una demostración de fortaleza.
Una de las zonas más estremecedoras de Pére Lachaise es la de las lapidas dedicadas a los caídos durante las guerras mundiales, están las dedicadas a los niños que se les recuerda con una enigmática escultura colectiva de figuras andantes sin rostro; está la dedicadas a los judíos que murieron en el campo de concentración de Auschwitz o Buchenwald; también otra dedicada a los miembros de la Resistencia que venidos de otros países se integraron para defender a Francia y no podía faltar en ese homenaje a los comunistas que murieron en aquella época en que parecía que a todos se les iba la vida y en alguna forma se les fue con los 50 millones de europeos de todos los credos y colores que fueron asesinados sin ningún tipo de compasión.
Ahí, en ese mundo de tumbas reconocidas y olvidadas, que refleja la insignificancia de la vida, se encuentra la de Ramón Corral, el vicepresidente de México, durante los años duros del Porfiriato, y quien seguramente salió huyendo con su jefe para morir lejos de la patria, como uno más, sin más honor que el del olvido.
En fin, mi tercera visita a este cementerio legendario de esta ciudad que sigue tan hermosa como siempre, tan diversa, multirracial, con todos sus mitos, siempre será gozosa y digna de volver con nuevas tentaciones, influido, en mi caso, por las historias vividas e imaginadas de los grandes creadores que alguna vez siguieron los pasos de los que los antecedieron y ahora uno sigue por las Tullerias, el Rio Sena, Champs Elyseés…
París, bien vale, un sentimiento agudo y escatológico.
Artículo de opinión publicado el 29 de julio de 2018 en la edición 809 del semanario Ríodoce.
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