Río Doce/Javier Valdez.- Aviéntame un paquetito, avioncito, uno nada más. Estaba en cuclillas en medio de la inmensidad del monte. El cerro de Tabelojeca era su lugar favorito para cazar venados, y de otros para tirar mota desde los aviones.
Ahí mismo, en el cerro, vio pasar muchas naves. De noche, sólo con la tenue luz lunar y estelar, y él agazapado, sigiloso. Las avionetas pasaban con las luces apagadas, sólo se oía el ruido de hélices y motores.
Otras pasaban seguiditas, una tras otra. Es una persecución, llegó a pensar. Y el sonido iba y venía, aumentaba y disminuía con las maniobras de los pilotos.
Pero nunca se sabía en qué terminaban, ni de aterrizajes forzosos en la zona. Pero esa avioneta era distinta: le guiñó el ojo desde lejos, y él le pidió, casi rezándole, que le aventara uno de esos paquetitos con varios kilos de mota.
Desde su posición miró cómo iba bailando el ladrillo de papel con el aire, mientras caía. Y el ruido seco, lejano, de su impacto con las matas frondosas y el suelo apenas húmedo.
No era mariguana, sino cocaína. Varios kilos. Huyó de ahí sin decir nada; aunque estaba solo esa noche, quiso asegurarse de que nadie se enterara. Así que lo guardó en la chamarra, se colgó el rifle en el hombro y emprendió el regreso.
A la semana ya tenía una cuatro por cuatro del año estacionada en el patio de su casa, un automóvil compacto llenaba los ojos de su mujer, había ropa nueva en el vestidor, lana en el banco, caprichos y lujos cumplidos.
A San Miguel llegaron dos sombrerudos de mal aspecto.
Empezaron a indagar: preguntaron por Ios que vivían en el lugar y se dedicaban a la caza de venado. Dieron con pocos nombres y los fueron descartando.
Rápido les llamó la atención la camioneta nueva, pero no actuaron de inmediato. Se fueron despacio y siguieron averiguando. Hicieron un plantón frente a su casa, le ponían cola cada que se movía.
Eran los dueños del paquete y querían recuperarlo, pero no a cualquier costo: un sustito, una amenaza, tal vez un amago; el canje de algún familiar respetando su vida, podía dar pie a una buena negociación, sin hacer mucho ruido.
Aparecieron también un par de agentes federales. Los del pueblo lo supieron porque se identificaban antes de pedir detalles. Éstos no iban tras él, pero sí sabían de una avioneta cargada de coca.
Por esos rumbos era cosa de todos los días escuchar motores de aviones: la gente sabía que detrás de los cerros, más allá del monte, cargaban las naves, se abastecían de combustible y entregaban mercancía. Era una historia contada.
Él no era narco ni lo pretendía, pero aquello era algo que crecía. Los rumores se multiplicaban, los mitotes sobre su repentina fortuna estaban en bocas y oídos de todos.
Las habladas crecían.
Y luego esos dos que le ponían cola y que ya no pasaban inadvertidos, y además los de la pegerre. Y a lo mejor al rato vienen más, y hasta los soldados, y va a ser un desmadre todo esto, y tendré un broncón.
Y todo por un pinche paquetito, chingada madre: mejor no me lo avientes, avioncito. El ruido de un animal lo distrajo. Ya pasaba la media noche y él en cuclillas. Y despertó: regresó a casa con las manos vacías, abrazando su 30-30.
Columna publicada el 4 de marzo de 2018 en la edición 788 del semanario Ríodoce.
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