Javier Valdez, el amor por la mujer, la bebida, la comida y los marginados

JAVIER VALDEZ. Desde la calle.

tan boinón, tan paisano, tan bribón,

tan urbano, tan fulano, tan picapedrestre

Río Doce/Lialina Plascencia.- Javier Valdez, el periodista, el amigo, el espectador-personaje que como un Virgilio va por la ciudad mostrándonos a esos héroes anónimos sin los que es imposible reconocernos a nosotros mismos, es el cronista. Es el ser solitario que se diluye entre la multitud para desnudar esta ciudad, tan nuestra, tan suya, con sus hombres y sus mujeres, con sus paisajes y sus indiferencias. Es la mirada nostálgica y esperanzadora que nos muestra las bondades y las miserias de un Culiacán que se ha ido pero se aferra a permanecer en el recuerdo, que sobrevive en el corazón de la historia, de sus historias. Heredero de una tradición que ve en la crónica el género por excelencia, la poesía del instante, es más que el sociólogo, el antropólogo, el historiador; es el hombre al que le duele la ciudad, el que la retrata, el que nos la cuenta, que nos la dice, para resistirse a su inevitable cambio de rostro. Javier Valdez, el cronista, se rebela ante la posibilidad de que Culiacán se convierta en un cementerio gigante donde las personas pasan desapercibidas, y es así como a través de la palabra nos regala sus testimonios, sus vivencias, una parte de él, en De azoteas y olvidos.

—La pregunta obligada: ¿Cómo surge la idea de escribir de la ciudad?

—A principios de los noventa empecé a escribir crónicas de este tipo en El Diario. Siempre me dio la impresión que los medios —y esa tendencia se ha acentuado en los periódicos y en los periodistas—, se han alejado de la vida social. Social en el sentido de lo que se da en la calle, en la colectividad. Se han olvidado de las personas, el periodismo se ha alejado de las personas. Entonces, yo sentía la necesidad de retratar esos aspectos de la vida cotidiana. Las historias que componen este libro son historias que no son de escaparate, de políticos; son historias de gente que sufre, que vive, que se asolea, que respira, que tiene broncas, que hace cola para subir al camión o para comprar las tortillas.

—Tú hablas de colectividad y sin embargo tus textos son crónicas que hacen referencia a esos héroes anónimos que pueblan las ciudades. ¿Qué es lo que te parece tan significativo de ellos al grado de retratarlos?

—Su lucha por sobrevivir. Para mí la sobrevivencia, en medio de esta selva de chapopote, es muy significativa. Me resulta interesante hablar de esa gente que se está partiendo la madre, trabajando, sobreviviendo a la lluvia, a la indiferencia del resto de las personas, a la apatía, a la frialdad, a las inclemencias naturales, o a las inclemencias de cualquier ciudad. Eso me ha llamado mucho la atención, el hecho de sobrevivir, sobrevivir, por ejemplo, a la ausencia de un ser amado, como en esa crónica con que empieza el libro, la de Cenar a solas. Para mí eso es el tuétano, el corazón de las historias.

—Veo mucha soledad en tus personajes, en tus crónicas, pero también percibo mucha soledad en ti como autor, ¿Es Javier Valdez un ser solitario?

—Sí, bueno, yo me considero de alguna manera un solitario, en medio de mi trabajo que es tratar a mucha gente. En medio de una cantina o en un centro comercial se experimenta la soledad. Y sí, en mi libro está reflejada la soledad del indigente del crucero, por ejemplo. O la soledad de Celia en la catedral. Siento que no podría retratar yo la soledad de esa manera si no la miro con la nostalgia, con eso dolor por el pasado que siente un ser melancólico. Y no es un dolor en el sentido patológico, es un dolor sabroso, por lo que se fue, por lo que está y mañana no va estar. Por la ciudad. Yo no podría escribir lo que escribo si no miro a la ciudad y a las personas con esa nostalgia, es parte de un ejercicio de desnudar la ciudad, sus personajes, su vida cotidiana. Sí hay esa mirada nostálgica y solitaria.

—¿Esa nostalgia, es la de un solitario que se resiste a esa ciudad que cambia, vertiginosamente, que se convierte en un espacio bullicioso donde la gente pasa desapercibida?

—Fíjate que sí, que hay un ejercicio de resistencia, yo no lo había visto así. Pero es verdad. De resistencia a ver los centros comerciales como una religión, de rebelarse, de resistirse, a que un hermano tuyo invite a tus hijos y sus hijos a dar la vuelta, y uno piensa que van a ir al parque, a la plazuela, a caminar al malecón o a un museo, tal vez al cine, pero no, van al centro comercial, van a ver escaparates. Esa es la nueva visión. Yo no estoy en contra de los centros comerciales pero quisiera que la gente volteara a ver los ríos, que se sentara en la catedral…

—En tus crónicas estás muy presente, no sólo como espectador, también como personaje.

—Sí, yo estoy ahí muy presente, en todo lo que escribo, porque tengo por ahí algunos cuentos, algunos versos, y siempre estoy yo ahí, a veces de manera anónima, como espectador, como personaje. Por ejemplo, en Ver amanecer es Tania mi hija la que me despierta a las cinco de la mañana porque quiere ver salir el sol. En estas crónicas están mis hijos, estoy yo, al que veo en el café, el que veo en una cantina, el que pide dinero.

—Como espectador personaje de tus crónicas ¿Te duele esta ciudad?

—Mucho, sobremanera. Me duele por la deshumanización, me duele porque el costo de esto es muy alto. La gente camina menos, anda menos la ciudad, cada vez está más preocupada por el tiempo, por lo que va pasar mañana, o por las compras, que por su vida misma. El ritmo de vida nos ha convertido en seres autómatas que no ven. No vemos a la persona con quien nos topamos enfrente. No andamos la ciudad, no la sentimos, no la disfrutamos.

—Tu libro es un ejercicio por rescatar la memoria de una ciudad, cuando ahora en aras de la modernidad queremos olvidar, enterrar el pasado y ver sólo hacia el presente.

—Es un ejercicio de memoria en medio del olvido. Es un ejercicio de vigencia en medio de la desmemoria. Yo insito mucho en esto: decirle a la gente aquí había un centro comercial, aquí había un banco, aquí se veía la gente, aquí estaba un cine, o aquí se sentaban los fotógrafos. Decirle aquí está una parte de la ciudad. Este ejercicio en el que se rescata el pasado corresponde a una mirada que abarca a generaciones anteriores, pero también a las recientes.

—¿Tú por qué crees que se da esta transformación. De alguna manera esta puede ser la respuesta de una ciudad temerosa ante la violencia?

—Sí, claro. Ahora vivimos en jaulas, tenemos convertidas en jaulas el patio, la cochera, por miedo a la inseguridad. Pero todo es porque cedimos la calle, les entregamos la calle a los delincuentes. Existen poco los juegos colectivos, se perdió la convivencia. Le cedimos la calle al narco, a la delincuencia, a la oscuridad cómplice de lo perverso, de lo ilícito, de todo lo que puede ser inseguro para nosotros. Ahora ya no hay vida social en la cuadra, de hecho hay vecinos que ni se conocen. Eso se da, es una pérdida, son los números rojos de este cambio. Los habitantes de esta ciudad somos responsables de este cambio porque nosotros y las autoridades cedimos la calle.

—A lo largo de toda tu obra, aparte de ese gran personaje que es la ciudad, encuentro dos referencias constantes que se convierten en grandes presencias: la mujer y la comida. Háblame de ellas…

—Jaajaja. Yo soy un admirador de la mujer. Soy un observador milimétrico de las siluetas femeninas, de los andares. Para mí la ciudad es una mujer. Es una mujer coqueta, cachonda, concupiscente, pero al mismo tiempo es una mujer que no me hace caso, que voltea y me guiña el ojo y luego me manda lejos. Ese coqueteo, ese duelo de miradas, ese luto mío porque la ciudad no me hace caso y la percibo y a veces le soy indiferente; todo eso, legado a la bebida, a la gastronomía culichi, a ese ingerir, hace que uno vea a la ciudad siempre con un mirada llena de café y de líquidos ambarinos. Creo que la ciudad es un personaje y es mujer… Y esta ciudad está llena de mujeres hermosas, lindas —y no solamente hablo de bonitos cuerpos—, hablo de inteligencia, de audacia, de osadía, de valentía. Y si no vean, ahí están las tiangueras, las meseras, las mujeres que se prostituyen, las dementes, que se la juegan todos los días. También las compañeras, las esposas, las obreras, las intelectuales, las maestras. Siento un gran respeto por todas ellas. Y les expreso mi respeto, mi reconocimiento inconmensurable y gran admiración en todos los sentidos. Porque una mujer no es sus montañas y sus montes, sus patios traseros, o delanteros, es muchas cosas: el espíritu, la mirada, el andar y esa manera de cruzar el fuego, el fuego de la ciudad, y partirse la madre. Ahí está una mujer.

—¿Por qué crees que alguien debería de leer tu libro?

—Por la ciudad, por sus personajes. Yo pienso que la gente debe estar ávida de leer otras cosas que no sean las notas de ocho columnas o las que hacen referencia al narcotráfico, o los casos de corrupción en los gobiernos, los conflictos postelectorales. La gente quiere que todo eso se retrate pero desde otras perspectivas, poniendo en el centro al ser humano, a las personas. Yo creo que a la gente le puede gustar por eso, porque están ahí, no es algo ajeno a ella. Las personas están dentro de este libro y a la persona debe interesarle el otro.

—Este libro condensa una serie de textos que van desde el 95 al 2005. Pero en el 2003 inicias en Ríodoce la columna, “Malayerba”, con una temática diferente, en apariencia, ¿Qué es lo que pasa?

—Sí, sí, por supuesto. Si tú te das cuenta en “Malayerba” también están en el centro los seres humanos, porque el narcotráfico no es una cosa de jalar gatillos y matar gente, mover drogas o hacer negocios, hay seres humanos ahí dentro, historias de amor, de ternura, de fidelidad, y tragedia, y dramas insoportables. Y siento que la ciudad también está muy influenciada por el narco, porque al mismo tiempo que el narco se denuncia, que las personas lo denuncian o se quejan de él: del matón que vive enseguida, de la familia que se dedica a vender mariguana, también convive con él, se convierte en su cómplice y copula con él. De día lo rechaza y de noche lo cubre bajo su misma cobija. El narco ha influido mucho en la ciudad, en todos los espacios, en los intersticios intocados, ahí está presente el narco. La gente se dejó influenciar por el traficante de drogas y cambió su forma de vida. Eso se refleja en la ciudad.

—Y aquí volveríamos a esa responsabilidad social que tiene el periodista, que tiene este espectador de denunciar una serie de situaciones… ¿Así es como miras tu espacio de “Malayerba”?

—Yo creo que hay que retratarlo, hay que mostrar esas formas de vida. Hay que decirlo, no es apología, es la realidad. La gente dice que estás haciendo apología, pero estas historias también están basadas en hechos reales, en personas que estuvieron presentes, son versiones, y desgraciadamente esa es nuestra realidad, es lo que tenemos. Muchos prefieren callarlo, censurarlo porque les duele verse ahí, porque no es fácil verse en el espejo.

—¿Consideras tú que Culiacán es una ciudad trágica, violenta, desencantada, pero que todavía conserva la esperanza?

—Sí, creo que todavía hay por ahí huellas esperanzadoras. Pero también creo que hay que decir que aquí en Culiacán no se necesita deberla para temerla, aquí no tiene vigencia decir “por algo lo mataron”, “el que nada debe nada teme”. Eso no es cierto, porque un homicidio puede ocurrir en la calle por un pleito de tráfico vehicular y no importa que estén tus hijos o tu mujer o tu mamá; te disparan y pueden matarte, aunque las balas no vayan dirigidas a ti pueden hacerlo porque andabas por ahí. Aquí en Culiacán eso ocurre en la calle, en los cines, en los centros comerciales, frente a los mercados, las iglesias, en el restaurante. Eso también se nos está volcando encima, esa realidad nos abofetea cada día. Pero, y es lo bueno, del otro lado hay huellas que hay que seguir, que están medio escondidas, medio tapadas, hay indicios que nos pueden llevar a encontrar de nuevo la luz.

—¿Y quizá volver a esas historias del asfalto, donde los personajes son seres como tú y como yo, como cualquier otro que camina libremente por la ciudad?

—Sí, y volver a la convivencia cálida, recuperar la calle, la tranquilidad y volver a mirarnos a los ojos unos a otros.

* Primera entrevista realizada a Javier Valdez a raíz de la publicación De azoteas y olvidos, su primer libro de crónicas sobre la ciudad de Culiacán. Publicada originalmente en septiembre de 2006 en el semanario Ríodoce. (Texto editado).

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