El smartphone controla nuestras vidas: Riechman

ENTREVISTA | JORGE RIECHMANN

Diagonal.- “No controlamos al ‘smartphone’, éste nos controla y conforma nuestras vidas”
Entrevistamos a Jorge Riechmann, profesor de Filosofía Moral, matemático y poeta, autor del libro ‘¿Derrotó el smarthpone al movimiento ecologista?’.

Jorge Riechmann, en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid en 2012. / DAVID FERNÁNDEZ
El 40% de los españoles miran el móvil más de 50 veces al día y el 70% a los 30 minutos de haberse despertado, según un informe de la consultora Ditendria. ¿Derrotó el smartphone al movimiento ecologista? es el título del libro recientemente publicado en Catarata por el profesor de Filosofía Moral en la Universidad Autónoma de Madrid, matemático y poeta Jorge Riechmann (Madrid, 1962). El subtítulo de este ensayo de 256 páginas, ‘Para una crítica del mesianismo tecnológico’, ya avanza algunas líneas de pensamiento por las que transita el filósofo.

“La creencia básica de nuestra sociedad –casi nunca formulada de manera explícita– es que la tecnociencia prevalecerá sobre las leyes de la física y la biología; es una creencia profundamente irracional, pero la cultura dominante la mantiene contra viento y marea”, afirma.

Riechmann defiende la idea de contención en un sistema económico como el actual, al que adjetiva como “fosilista” y “patriarcal”. En 2012 publicó El socialismo puede llegar sólo en bicicleta (Catarata). Actualmente trabaja en la propuesta de un “ecosocialismo descalzo”, que podría concretarse en comunidades con algo de industria ligera, tecnologías intermedias y, sobre todo, una gran descomplejización que implicara –en el plano material– niveles de vida mucho más modestos. Sus comentarios y reflexiones pueden seguirse en el blog Tratar de comprender, tratar de ayudar.

En el libro ¿Derrotó el smarthpone al movimiento ecologista? (Catarata, 2016) planteas los riesgos de un totalitarismo tecnológico. ¿Pero no ha ocurrido esto siempre? La irrupción de la fotografía y el cine en los albores del siglo XX inauguró nuevos tiempos de vértigo. Y García Márquez defendía el bolígrafo y la libreta de notas como arma fundamental del periodista, frente a la diabólica grabadora…

No se trata de asuntos que haya que plantear en términos de tecnofobia o tecnofilia, creo. Pero sí que deberían hacernos reflexionar sobre nuestra relación con las tecnologías. Por cierto, ya el hecho de que cuando en esta sociedad se dice “tecnología” sin más la referencia sean gadgets microelectrónicos e informáticos constituye un poderoso indicio de que las cosas no van bien. ¿Por qué la “tecnología” por antonomasia ha de ser una tableta conectada a internet, por ejemplo, y no la píldora anticonceptiva o el motocultor, pongamos por caso?

Casi todo el mundo sigue anclado en el paradigma de la herramienta aplicado a la tecnociencia… Por ejemplo, uno entre mil posibles, Jorge Marirrodriga puede articular su reflexión sobre la tecnociencia en la idea de que “la historia de la humanidad está llena de maravillosas invenciones empleadas como herramientas terroríficas”. Pero este paradigma es radicalmente inadecuado. Las herramientas las controla el usuario; las dinámicas sistémicas conforman y moldean a la gente. La tecnociencia es una dinámica sistémica, no una herramienta ni un conjunto de ellas. No controlamos al smartphone, sino que éste conforma nuestra vida, nos controla a nosotros y nosotras.

¿Habría algún modo de que el ser humano pudiera recuperar ese control?

La pregunta sobre si podemos orientar la tecnociencia de acuerdo con los intereses humanos básicos es verdaderamente abismal, no resulta nada claro que pueda contestarse con un “sí”. Quizá perdimos la oportunidad para ello en los años 70 del siglo XX, cuando Ivan Illich reflexionaba sobre “tecnología convivencial” y se desarrollaba cierto movimiento social en torno a las tecnologías intermedias, “blandas” y alternativas (orientadas a la autoproducción de valores de uso, no a la producción masiva para mercados capitalistas). Recomiendo echar unas horas explorando la revista/blog Low-Tech Magazine, de fácil acceso en internet (y con versión en español).

¿Pueden las sociedades high-tech ser sostenibles en el siglo XXI? Todo indica que la respuesta es “no”. Ésa sería la mala noticia. La buena noticia es que sociedades low-tech pueden proporcionar una vida buena a la enorme, excesiva población humana que somos en la actualidad, a condición, eso sí, de transformar a fondo nuestra cultura y valores… Son los problemas de que me he ocupado en mi libro Autoconstrucción (2015).

Estas cuestiones se vinculan con la siempre creciente aceleración social…

Hoy los investigadores e investigadoras en ciencias de la Tierra nos llaman la atención sobre lo excepcional de esos decenios de desbocados crecimientos exponenciales (en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial) que hay que llamar la Gran Aceleración; los geólogos nos advierten sobre el Antropoceno; y sociólogos-filósofos como Hartmut Rosa tratan de desentrañar los mecanismos de nuestra enloquecida aceleración social.

Los crecimientos exponenciales incrementan, exponencialmente, la gravedad de los problemas. Que nos permitamos ignorar algo tan obvio resulta demencial. La “ley de Moore” contra la ley de la entropía: ésa es la apuesta de Silicon Valley en los arranques del siglo XXI. Cuesta creer que el mundo sea tan descabelladamente irracional como para seguirles el juego, pero así es.

La creencia básica de nuestra sociedad –casi nunca formulada de manera explícita– es que la tecnociencia prevalecerá sobre las leyes de la física y la biología (termodinámica y ecología sobre todo). Sin esa creencia no podría mantenerse la fe en el crecimiento económico constante y el “progreso”. Es una creencia profundamente irracional, pero la cultura dominante la mantiene contra viento y marea…

¿En qué ejemplos concretos se materializan estos principios generales?

En estas navidades de 2016-2017 me fijé en una gran valla propagandística de Renfe, cerca de la estación de Cercanías de Las Matas: “AVE Madrid-León en dos horas”. Ésos son los triunfos de que podemos enorgullecernos, nos conmina la ideología dominante… Ay, la mayor parte de la sociedad española asumió con entusiasmo el fetichismo de la velocidad y el crecimiento económico –contra los valores alternativos de justicia, “igualibertad”, autonomía, medida humana, sustentabilidad, biofilia… El sistema sólo ve una carrera entre la autodestrucción y la tecnología, pero la verdadera carrera es entre cambio sistémico y destrucción.

También el libro es una crítica rotunda al “transhumanismo”. ¿Se trata de una corriente filosófica, de una ideología…? ¿En qué consiste y quiénes son los adalides?

Desde hace años (por precisar, desde mi libro Gente que no quiere viajar a Marte, en 2004, y antes en algunos textos que lo precedieron) he llamado la atención sobre lo siguiente. Teniendo en cuenta la dinámica autoexpansiva del capitalismo, uno no puede ser de forma coherente un true believer en el orden socioeconómico actual sin volverse “antropófugo”, es decir, sin tratar de escapar de la condición humana en dos direcciones (por lo demás vinculadas entre sí): la expansión extraterrestre en primer lugar, y la superación del organismo humano (percibido como deficiente en la Era de la Máquina) en segundo lugar. Esta última es la senda del transhumanismo, una poderosa corriente cultural que se plasma en diversas iniciativas tecnocientíficas y empresariales.

El proyecto ecologista de autocontención se enfrenta al proyecto productivista y antropófugo de extralimitación, de autotrascendencia tecnológica, con ese doble impulso de abandonar la condición humana hacia lo extraterrestre y hacia lo transhumano.

Aunque la idea de lo “transhumano” (superar al Homo sapiens hacia nuevas especies de humanos) tenga lejanos orígenes religiosos, en su forma moderna aparece seguramente con el libro de Robert Ettinger Man into Superman, de 1974. Puede hallarse una útil reflexión sobre el asunto en el capítulo 9 del libro de Ugo Bardi Los límites del crecimiento revisitados, que se tradujo al español hace un par de años.

Nuestra cultura tecnolátrica espera grandes novedades (¡y hasta la salvación!) de la robótica, la biología sintética, las nanotecnologías… No espera grandes novedades en el terreno de la convivencia humana. Contra el transhumanismo, lo esencial de nuestra tarea de autoconstrucción sería aceptar la condición humana y rechazar la dominación.

¿En qué consiste el “ecosocialismo descalzo” que propones?

Nuestra cultura tecnólatra cree que el ingenio humano prevalecerá frente a las leyes de la termodinámica y la ecología; pero es un sueño delirante al que seguirá un despertar doloroso. Esta cultura tiene problemas masivos para asumir la realidad y fijar prioridades correctamente. Se da por sentada la continuación de una sociedad de alta energía, abundancia de recursos naturales, gran complejidad, alta tecnología, que sencillamente no está ya en nuestro futuro. ¡Nuestra idea de la liberación humana –y animal– es fosilista! El petróleo –la inmensa riqueza energética de los combustibles fósiles– nos metió en una trampa. Pero no es una trampa sólo económica, ni ecológica, es una trampa antropológica.

Ecosocialismo descalzo es socialismo ecológico libre de prometeísmo

Los movimientos socialistas (en sentido amplio: comunistas, socialistas, anarquistas) necesitan una idea no fosilista de la liberación, y para eso deberían repensarlo casi todo. Y lo mismo sucede con los movimientos feministas, los movimientos antirracistas, los movimientos animalistas…

He acuñado la expresión “ecosocialismo descalzo” por analogía con la economía descalza de Manfred Max-Neef. No deberíamos esperar soluciones high-tech y sociedades de alta energía, sino más bien –como mejor posibilidad– comunidades con algo de industria ligera, basadas en tecnologías intermedias… Pero bajo la premisa de una gran descomplejización; y la expectativa de un nivel de vida muy modesto en lo material, en comparación con lo que hoy –de forma nada plausible– sigue prometiendo la ideología dominante.

Ecosocialismo descalzo es socialismo ecológico libre de prometeísmo, que se hace cargo de los límites biofísicos del planeta y los determinantes de la condición humana. Hoy el desafío principal es mantener el nivel de civilización que a trancas y barrancas se logró de forma parcial en el siglo XX (democracia, derechos humanos, seguridad social con sanidad universal, etc.) con un consumo de recursos naturales reducido drásticamente (a una décima parte del actual, si pensamos en las sociedades prósperas como la española hoy). A esto Harald Welzer lo llama una Modernidad decreciente, o menguante, o contractiva (eine reduktive Moderne frente a la Modernidad expansiva que marcó los últimos cinco siglos); yo lo llamo ecosocialismo descalzo.

¿Y en qué consiste, para el lector profano en la materia, la disyuntiva entre Barry Commonner e Ivan Illich?

Bueno, no se trata tanto de una disyuntiva excluyente como de la necesidad de una síntesis… Barry Commoner (1917-2012) fue un ecólogo y ecologista estadounidense, científico y a la vez activista social en conjunción ejemplar, cuyo planteamiento de reconstrucción ecológica de la sociedad industrial resulta relativamente fácil de asumir por las izquierdas de raigambre marxista.

Mi maestro Manuel Sacristán, por ejemplo, y todos sus amigos y discípulos de la revista Mientras Tanto, lo apreciaban mucho e hicieron cuanto pudieron por difundir su pensamiento. Yo tuve ocasión de volver sobre él hace poco, en un artículo titulado Barry Commoner y la oportunidad perdida (publicado en Encrucijadas).

En cambio, Ivan Illich (1926-2002) ha resultado un pensador mucho más problemático para estas tradiciones. El mismo Sacristán se refería al “ambiguo privatismo” de Illich en una conocida entrevista con la revista mexicana Naturaleza en 1983 (luego recogida en su libro póstumo Pacifismo, ecología y política alternativa, 1987).

Para decirlo sin rodeos: diferentes familias de la izquierda han tendido a ver a Illich casi como un intelectual reaccionario, pero ese juicio, en el segundo decenio del siglo XXI y en medio del colapso civilizatorio en que estamos, necesita revisión. Su gran aportación –expresada en mis propios términos– es la idea de que sobrepasados ciertos límites, el desarrollo se convierte en un sobredesarrollo contraproducente. Hay que releer Energía y equidad (1973) y otros textos suyos, que contienen mucha crítica acertada y sugerencias valiosas. También desaciertos, claro, pero ¿con qué autor o autora no sucede algo semejante?

¿Por ejemplo?

Uno de esos desaciertos en Illich es un desenfoque importante: apuntaba su artillería pesada contra un Welfare State que se le aparecía cuasi-orwelliano, como si ése fuese el futuro de las sociedades industriales, y lo que vino fue la “nueva razón del mundo” neoliberal de Thatcher y Reagan…

El ecologismo ha promovido y sigue promoviendo tres valores básicos: supervivencia, autonomía y biofilia

Otra limitación que cabe indicar: el ecologismo ha promovido y sigue promoviendo –en mi opinión– tres valores básicos: supervivencia (o autoconservación), autonomía (libertad humana en sentido fuerte) y biofilia. Hay que decir que, por desgracia, ninguno de los tres ha resultado de gran peso frente a aquel valor básico para las sociedades industriales que identificó Cornelius Castoriadis: el incremento ilimitado del (pseudo)dominio (pseudo)racional. Por desgracia para los habitantes –humanos y no humanos– del tercer planeta del Sistema Solar: pero ésa es otra historia.

Pues bien, de esa terna o tríada de valores básicos de los movimientos ecologistas, Illich se fijó en el segundo, pero apenas en los otros dos. Es un extraordinario analista y activista de la autonomía, pero tiene muy poco que decir sobre supervivencia o biofilia: y esto supone, sin duda, una limitación importante. Otros intelectuales del ecologismo en aquellos años sesenta y setenta, como los esposos Ehrlich, por ejemplo, pecaban justo de la limitación contraria: tenían cosas importantes que decir sobre supervivencia y biofilia, pero en cambio eran muy ciegos para las cuestiones de autonomía.

¿Por dónde podemos enlazar mejor los marxistas con Illich? Su noción de contraproductividad conecta con la intuición marxiana sobre el carácter ambivalente de las fuerzas productivas (que son la vez fuerzas destructivas). La crítica benjaminiana del progreso también conecta con los cuestionamientos de Illich. Creo que un marxismo benjaminiano puede desarrollarse, sin hacer violencia a los conceptos, hacia un marxismo illichiano, que puede ser un componente valioso de un ecosocialismo descalzo.

Citas un texto de Santiago Alba Rico en el que se afirma que el capitalismo es, en lo esencial, una rebelión contra el tiempo y los límites. Dicho en otros términos, la construcción de una sociedad nihilista, desregulada y sin apenas normas. ¿Estás de acuerdo? ¿No podría afirmarse que hoy la libertad individual es muy superior a la de hace unas décadas?

Bueno, yo me cuidaría mucho de ser triunfalista con respecto a la libertad en un mundo donde gigantescas burocracias privadas no sometidas a ningún control democrático (pensemos en Google o en Goldman Sachs) deciden más sobre el destino de todas y todos nosotros que ningún gobierno electo… Y donde las políticas en curso conducen al deterioro de las condiciones para la libertad, la vida buena e incluso la mera supervivencia de la humanidad (por no hablar de los demás seres vivos con los que compartimos la biosfera). Son asuntos para considerarlos despacio.

Soy de quienes piensan que el concepto relevante es el de ‘igualibertad’

¿Libertad es poder elegir entre diferentes modelos de smatphone, o poder bañarse al aire libre en ríos no contaminados? ¿Libertad es optar entre bienes comerciales predeterminados heterónomamente, o poder decidir en común qué deseamos producir y consumir? ¿Libertad es selección de personal entre élites gobernantes autolegitimadas, o autodeterminación política en el seno de nuestras comunidades? Libertad de quién, libertad a costa de quién, libertad para cuántos, libertad hacia qué metas, libertad en qué sentidos, libertad con qué impactos: éstas son preguntas relevantes que no podemos dejar de plantear…

Para empezar, soy de quienes piensan –con gentes como Étienne Balibar y Cornelius Castoriadis– que el concepto relevante es el de igualibertad: tenemos buenas razones para pensar que los principios de igualdad y libertad sólo pueden realizarse conjuntamente (y que las tensiones principales, como suele subrayar Zygmunt Bauman, no se dan tanto entre igualdad y libertad como entre libertad y seguridad). Esta “coimplicación” de libertad e igualdad ya la razonó uno de los grandes pensadores de la Ilustración –y, por cierto, uno de los pocos que cuestionaron el androcentrismo y defendieron los derechos de las mujeres–, Marie Jean Antoine Nicolas de Caritat, el marqués de Condorcet (1743-1794): la desigualdad –no sólo socioeconómica, sino también de conocimientos y funciones– es enemiga tanto de la libertad efectiva como de la igualdad de derechos.

¿Se trata, así pues, de resolver la relación problemática de la libertad con la igualdad y la seguridad?

Y también está el enorme asunto de cómo ejercemos nuestras libertades y derechos en un “mundo lleno”, en un planeta Tierra saturado en términos ambientales, donde la humanidad ya se encuentra en situación de overshoot o extralimitación ecológica… Pensemos un momento en la polémica generada estos días navideños de 2016-17 en Madrid, a cuenta de las restricciones al tráfico automovilístico impuestas por el Ayuntamiento de la ciudad en una situación de grave contaminación atmosférica. Se ha invocado ruidosamente –sobre todo desde sectores de la derecha– el supuesto derecho del usuario individual a rodar en su coche sin trabas. Pero precisamente en un mundo en extralimitación ¡no existe tal derecho! Pues sólo puede sustanciarse a costa de la salud o las perspectivas vitales de otros individuos, humanos y no humanos… ¿Cuáles de nuestras prácticas de movilidad son generalizables y sustentables en 2017? Un coche más hoy es un campesino menos en el futuro, advertía Nicholas Georgescu-Roegen (uno de los grandes economistas del siglo XX, que tendría que ser tan famoso como Keynes si la cultura dominante no deformase tan trágicamente la realidad): pero el futuro del que hablaba es nuestro presente.

Un coche más hoy es un campesino menos en el futuro, advertía Nicholas Georgescu-Roegen, pero el futuro del que hablaba es nuestro presente

Muchos derechos, para materializarse, exigen recursos, en última instancia, cantidades importantes de materia-energía de baja entropía. Siendo casi 7.500 millones de seres humanos en situación de extralimitación ecológica, ¿qué podemos permitirnos y qué no? Los vuelos low-cost no pueden considerarse un derecho adquirido, ni defenderse como parte de ningún paquete de “calidad de vida”. En el número 113 de la revista Ambienta, que se encuentra con facilidad en internet, hay un útil artículo de Ernest Garcia para situar estos debates: “Los derechos humanos más allá de los límites al crecimiento”.

¿Está la especie humana a tiempo de evitar el “colapso” ambiental? ¿El “colapso” supone la destrucción del planeta, o más bien la desaparición de la vida humana tal como hoy la conocemos? ¿Se utiliza con excesiva alegría la noción de “colapso”? (Fernández Durán y González Reyes afirman que colapso, crisis y salto adelante son categorías inherentes a los sistemas complejos).

Si atendemos a la mejor información científica disponible, resulta difícil evitar la conclusión de que estamos en una trayectoria de colapso. La primera persona del plural se refiere a esa civilización industrial que, en la forma de capitalismo fosilista y patriarcal, se ha hecho por desgracia dominante en el mundo entero.

Eso no quiere decir “destrucción del planeta” (el fenómeno vida es extraordinariamente persistente, fuerte y resiliente; la vida como tal seguirá adelante) sino destrucción de las perspectivas de vida buena para los seres humanos, y por supuesto para muchos otros seres vivos también. Quiere decir ecocidio acompañado de genocidio.

Quizá una imagen que capta bien la situación en que nos encontramos sea la siguiente. En su huida hacia adelante, las sociedades industriales se parecen a un corredor en una carrera de obstáculos, pero con vallas que van acercándose y aumentando de altura (¡rendimientos decrecientes condicionados por la segunda ley de la termodinámica!)… y el corredor lo fía todo a sus zapatillas mágicas, que la multinacional del ramo está a punto de construirle, le aseguran.

Lo que necesitaríamos es una “contracción de emergencia” anticapitalista e igualitaria, ecosocialista y ecofeminista, pero ¿hay fuerzas para ello?

¿Qué representan estas vallas?

Una valla es el cénit del petróleo (peak oil), pero un poco más allá está la valla aún más temible del “pico” conjunto de todas las formas no renovables de energía. Y muy cerca de ella el agotamiento de los fosfatos (con devastadoras consecuencias para el modelo dominante de agricultura industrial). Y un poco más allá la esquilmación de los acuíferos, y también la de las pesquerías mundiales. Y cerca, igualmente, los “picos” de metales y minerales esenciales para las economías industriales, desde el neodimio al litio pasando por el tantalio. Y también múltiples vallas vinculadas con la degradación de los ecosistemas y la Sexta Gran Extinción de especies vivas… Y las terribles vallas del calentamiento global, claro está, con sus múltiples consecuencias (entre ellas la acidificación de los océanos). Un horizonte que, según las previsiones optimistas, se tornará apocalíptico en la segunda mitad del siglo XXI; y según las previsiones pesimistas, antes de esas fechas (dentro de lustros, no de decenios). Compañeros, compañeras, ¿seguimos debatiendo acerca de la Renta Básica y el sexo de los ángeles o intentamos hacernos cargo de la realidad?

Resulta demasiado arriesgado fiarlo todo a las zapatillas mágicas de la tecnociencia (por no hablar del significado ético de tanta devastación)… Así que todo indica que el colapso ecosocial va a producirse, sí o sí. En el brutal choque del capitalismo contra los límites biofísicos del planeta que determina nuestro presente, basta con poder posponer uno de esos choques contra un límite concreto unos años en el tiempo para ver aparecer otro límite enseguida, aún más imponente. Y miremos hacia donde miremos, por lo demás, los plazos se nos han acortado. No es realista, creo yo, seguir planteando horizontes de cambio a 2050. Lo que necesitaríamos es una “contracción de emergencia” anticapitalista e igualitaria, ecosocialista y ecofeminista, pero ¿hay fuerzas para ello?

En libros y conferencias has citado el ejemplo de Cuba durante el Periodo Especial, tras la implosión de la URSS. ¿Por qué sería éste un modelo de “decrecimiento”? ¿Hay otros ejemplos que puedan servir como punto de referencia, o se trata de caminar hacia el decrecimiento de manera obligada, como ocurrió en Cuba, y sin modelos a los que mirar?

En lo histórico-social, aunque comprensiblemente tendemos siempre a buscar modelos (de forma “humana, demasiado humana”), deberíamos ser conscientes de que éstos apenas existen como tales. Demasiado singulares son los rasgos de cada concreta formación social en cada situación histórica concreta. ¿Quiere esto decir que no podemos aprender de las experiencias históricas del pasado? De ninguna manera –aunque ello nos cueste tanto. (Homo sapiens acumula cantidades ingentes de conocimiento, suele decir John Gray, pero parece congénitamente incapaz de aprender de la experiencia.)

De Cuba podríamos aprender lecciones valiosas: de qué forma una sociedad industrial compleja y petrodependiente hace frente a una súbita escasez energética, como ocurrió allá cuando la implosión de la Unión Soviética redujo drásticamente el abastecimiento de petróleo en muy poco tiempo, a partir de 1991-1992. Emilio Santiago Muíño ha escrito una excelente tesis doctoral sobre el “Período Especial” cubano, con la vista puesta en nuestros propios “períodos especiales” hacia los que vamos: se titula “Opción cero” y está disponible en su blog, Los Niños Perdidos.

Pero otras experiencias históricas nos ofrecen también lecciones parciales, de las que cabe aprender: el libro Colapso de Jared Diamond (2005) está precisamente articulado sobre esa premisa, vale la pena releerlo.

Un caso interesante es Bizancio. Confrontado a la posibilidad de colapso, Bizancio reaccionó bien: Joseph A. Tainter contrasta el Imperio romano de Occidente, y su triste final, con el Imperio bizantino, donde en el siglo VII se adoptó “una estrategia que es realmente rara en la historia de las sociedades complejas: la simplificación sistemática”. También Lewis Mumford trató esta importante cuestión histórica en El pentágono de poder.

Me gustaría insistir sobre algo que enfatizaba Joaquim Sempere (uno de los escasos intelectuales ecosocialistas de nuestro país, de la escuela de Manuel Sacristán) en una reciente entrevista que le hizo Nuria del Viso, y que se publico en la web de FUHEM-Ecosocial y en Rebelión: “La sociedad productivista-consumista genera incesantemente expectativas materiales cada vez más altas, lubricando así la tendencia al crecimiento, pero con efectos psicológicos y morales devastadores porque reproducen sin cesar la insatisfacción (que a su vez realimenta el deseo de más cosas). Tenemos que aprender a controlar la formación de nuestras propias expectativas, a adaptarlas a lo que es psíquicamente razonable y ecológicamente posible. La palabra clave en esto es autocontención”.

Pues eso: la clave es la autocontención.

Por último, ¿ha derrotado el smarthpone al movimiento ecologista?

Si el ser humano fuese la medida, no de todas las cosas, pero sí de las cosas humanas; y si el sentido de la vida fuese vivir, nada en nuestra organización socioeconómica –capitalismo fosilista y patriarcal– podría funcionar como lo hace.

Seguimos en el segundo decenio del siglo XXI hablando de la Gran Encrucijada (ése es el título del libro de Fernando Prats, Yayo Herrero y Alicia Torrego, publicado hace unos meses), pero en realidad ésta es la que se abría ante la humanidad hace cuatro decenios, en los años setenta del siglo XX. Y entonces tomamos el camino equivocado: la fatídica vía del capitalismo neoliberal de Margaret Thatcher y Ronald Reagan.

En los años setenta del siglo XX, eso que yo llamo ecosocialismo descalzo podía perseguirse como una opción deseable entre otras opciones posibles. No difiere esencialmente de lo que Ivan Illich dibujaba como ideal de madurez industrial y tecnológica hacia 1975. Hoy el elemento de constricción es mucho mayor, porque ya no somos 4.000 millones de seres humanos (ésa era la población humana mundial en 1975), sino que vamos camino de los 8.000 millones, porque hemos ido agotando toda clase de recursos naturales bióticos y abióticos, porque desgarramos cada vez más la trama de la vida, porque está en marcha un calentamiento global devastador…

Ahora ya no se trata de una opción deseable entre varias posibles: si mantenemos el valor de ‘igualibertad’ básico para la izquierda, es la opción obligada. Y, pese a ello, resulta obvio que las fuerzas ecosocialistas son minúsculas en el turbulento panorama sociopolítico actual. Nuestras perspectivas, por tanto, parecen harto complicadas…

objetivo7

Medio independiente de Aguascalientes.

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