Llegó a la ciudad y se instaló en una zona tranquila. Nadie lo conocía. Apenas había terminado de acomodarse y ya estaba en la iglesia, hablando con el sacerdote. Fue a misa cada domingo y entre semana, cuando pudo: se involucró en tareas de apoyo a la comunidad, promovida por la congregación católica y el padre de la capilla, hizo tareas en el comedor comunitario y dio clases de doctrina.
Era amable y servicial. Se fue rozando con los líderes, con las madres de familia, con los maestros y la señora del abarrote. Todos lo conocían, pero no sabían quién era ni de dónde venía. Él les dijo que había vivido en un pueblo, allá, muy lejos. Del otro lado de la frontera. Y que dejó todo, menos familia, para buscar nuevos horizontes, otro ambiente, y volver a empezar. Ensayó tanto ese discurso, lo repitió mucho, hasta que él mismo se lo creyó y lo mejoró a medida que fue expandiéndolo.
Entre sus planes estaba ponerse de novio y casarse. Le tiró lejos, en sus propósitos. Miró a una joven hermosa, de pliegues profundos y carnes en su lugar. Empezó a cortejarla. Flores, chocolates, invitaciones a cenar y a dar la vuelta en su carro. Lo hizo tan bien que obtuvo resultados muy rápido. Aquella muchacha se enamoró y al poco tiempo él le propuso que se casaran. Ella aceptó, pero quería una boda de lujo, con misa y fiesta y ceremonia civil. Algo grande.
Él, que no había enseñado el dinero que tenía, le dijo que sí con un entusiasmo telúrico. Había mantenido un perfil bajo, de medianía económica. Pero ese amor, ese deseo, las ganas de compartirlo todo con esa mujer, lo enfermó y sacó el brillo de su billetera. Contrató una banda y un conjunto de música norteña, y compró un lujoso vestido para ella y un traje impecable para él. El hombre discreto, de bajo perfil, se desfondó. Le ganó el entusiasmo: la salida y la meta en esa carrera vertiginosa que anunciaba una nueva etapa.
La boda se realizó y ellos se fueron de luna de miel. Pero las grietas empezaron a aparecer cuando ella quiso trabajar y seguir estudiando. Él disparó un no. Ella insistió y él también. Voy con mis amigas, le dijo. Llevaba ceñida la mezclilla, untados los leyins y generoso el escote de espalda y frente: ceñían, mostraban y desbordaban su juventud. A dónde vas, preguntó. Pero ella ya no contestó.
Él le quiso detener. La mezclilla se le metía, sus formas alcanzaban el molde cuando las vestía y su belleza encandilaba. Él, celoso, no supo qué hacer. Cuando iba a salir de nuevo la acuchilló en el cuello y en el pecho, luego se suicidó.
El destino lo había alcanzado. Su pasado estaba ahí, a pesar de sus esfuerzos por guardarlos en el drenaje sanitario de esa nueva vida: harto de balaceras y asesinatos, quiso empezar de nuevo, y logró terminar con todo: matando y muriendo.
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