Río Doce/Javier Valdez.- No vayas, le dijo su esposa. Tal vez adelantándose al infierno de kilómetros abajo, quizá avisada por el cuerpo apretado al escuchar la llamada, a lo mejor olisqueando en el horizonte la humareda, el fuego, los gritos, la muerte y el llanto.
Víctor estaba dormido plácidamente. No tenía trabajo pues era su día de descanso y gozaba la madrugada fresca en su casa de la cabecera municipal Badiraguato. Sonó el radio de intercomunicación. Hay una emergencia y nadie más podía atenderla. Se levantó en automático, con una agilidad que no es propia de sus treinta y nueve, y comenzó a alistarse.
Su esposa, desde la cama y la oscuridad de las dos de la mañana, lo convocó: no vayas, te puede pasar algo. Ella recordó lo que su madre tanto les dijo. Si ya están acostados y los buscan, lo mejor es que no salgan, no puede ser algo bueno. Les decía, como cantaleta, cada vez que hablaban de esas salidas de noche o madrugada, cuando ellos ya gozan de la tibieza de la cama.
No es paramédico, como se le llamó. Acaso un socorrista, un voluntario, un héroe, una diurna y querida ave rara de la serranía sinaloense. Víctor lo llamaron y forma parte de la nómina de personal de confianza de Protección Civil de Badiraguato, que depende de la Secretaría de Seguridad Pública Municipal. Y esa madrugada del 30 de septiembre fue despertado para realizar un servicio: trasladar a un herido de bala de la cabecera a la ciudad de Culiacán, escoltado por 15 soldados adscritos a la Novena Zona Militar.
Víctor vive ahí, en una de las más famosas entradas al llamado triángulo dorado. De ahí, por esa ruta que pasa a pocos metros de su casa, se sube a San José del Llano, La Tuna, La Palma, Huixiopa, Santiago de los Caballeros, caminos de alfombras de amapola y mariguana, de capos y sangre, familias desplazadas y enfrentamientos a balazos. Pero él se dedica a sembrar tomates junto con otras personas, como parte de un programa gubernamental, y tiene preocupación especial por niños y ancianos. A varios de ellos los ha sacado en ambulancias, por mordeduras de víboras o fracturados, y a los viejos de comunidades cercanas les da un aventón para que recojan su cheque del setenta y más. Varios de esos le lloraron cuando supieron lo que le pasó. Lloraron y se imaginaron su pierna destrozada, bailando sola, a punto de desprenderse del resto de su cuerpo.
Tiene seis años de voluntario de la Cruz Roja y el mismo tiempo como empleado de Protección Civil. Solícito, ayuda a las familias a realizar gestiones en el hospital integral o la Presidencia Municipal, para que no les cobren los traslados en la ambulancia, cuando requieren el servicio por alguna enfermedad. Ahora está ahí, inmóvil, sobre una cama que siente su cárcel, después de sumar 21 días incapacitado.
Esa madrugada se cambió y salió. Se subió a la ambulancia, se unió al pequeño contingente de militares y acomodaron al lesionado, de nombre Julio Óscar Ortiz Vega, conocido como el Kevin, integrante del Cártel de Sinaloa, al servicio de Aureliano Guzmán Loera, el Guano, hermano de Joaquín, el Chapo, uno de los líderes de esta organización criminal. Pero Víctor no lo sabía ni lo quería saber. Era un servicio más y ahí había que estar.
Todo iba bien hasta que llegaron a Culiacán. En la entrada norte, unos setenta pistoleros los esperaban. Les dispararon con fusiles automáticos y con granadas de fragmentación. Víctor se agazapó en la ambulancia, sorprendido por la lluvia de proyectiles y los zumbidos de los insectos de acero que le rozaban las orejas. Sintió de pronto algo caliente en su muslo. Sangre.
No sabe cómo tomó el celular y le marcó a su hermana: “Hermana, no te asustes. Estoy bien. Me dieron un balazo. Calma a mi mamá, a mi esposa. Diles que estoy bien. De verdad estoy bien”. Y así lo hizo, primero habló con su mamá y luego con la esposa de Víctor.
—¿Confías en mí? —preguntó la hermana a la esposa.
—Sí.
—Mi hermano fue herido de bala en la pierna, pero está bien.
Eran cerca de las cuatro y ya era tiempo de llorar. A oscuras y a solas. Minutos después les avisó un policía municipal que Víctor estaba herido, pero fuera de peligro. Tuvo un accidente, pero ya la hizo, les dijo.
“Vino un compañero de él y estaba toque y toque la puerta. De madrugada. Ya nos dijo lo de mi esposo. La niña —de dos hijas que tiene— se puso llore y llore, y yo me aguanté porque estábamos las dos solas y quería darle fuerza”, recordó su esposa.
Víctor perdió el conocimiento pero alcanzó a escuchar a los militares gritando, el aullido de quienes se quemaban dentro de las patrullas militares, el sonar de la muerte cerca en esos que pedían auxilio, en medio de la tracatera, el fuego y las explosiones: festín antropófago en el otoño culichi, donde hace calor pero siempre cae un invierno impune y perverso.
El saldo fue de cuatro militares muertos en el lugar y uno más cuando era atendido por médicos. Diez soldados fueron heridos, varios trasladados en helicóptero a Mazatlán… y un socorrista con un balazo en la pierna. Y humareda, vehículos militares reducidos a ceniza y hollín, hecatombe de bruma maloliente y carne quemada.
En el Issste, fue alcanzado por su tía que vive en Culiacán. Se estaba desangrando: el proyectil penetró el muslo y le partió el fémur. Uno de los militares quemados y herido a balazos estaba junto a él. Ahí murió y fue un trago amargo y gordo el que tuvo que pasar al ver esa escena. Lo sometieron a una intervención quirúrgica que duró cerca de cinco horas y permaneció nueve días en este hospital.
Personal de la Procuraduría General de la República (PGR) que realiza las investigaciones de esta emboscada lo entrevistó en dos ocasiones. Dijo lo que sabía. Muy poco. Que escuchó los gritos, el llanto, las balas y luego se desmayó. Cuando su hermana vio en la televisión que el presidente de la República, Enrique Pena Nieto, visitó a los militares hospitalizados, dijo en voz alta y luego lo escribió en alguna cuenta de Facebook: también hay un socorrista herido, con fractura, del que nadie se acuerda.
Irene Bastidas, delegada de la Cruz Roja en Culiacán, acudió a expresarle su apoyo y solidaridad. El alcalde de Badiraguato, Mario Alfonso Valenzuela, también lo visitó en el hospital. Le consiguieron unas muletas que prácticamente no usa, porque permanece inmóvil, encarcelando su terca enjundia de no quedarse quieto. Pero esos dos clavos que atraviesan su muslo lo mantienen postrado.
Los del nosocomio le dieron 28 días de incapacidad, pero Víctor y su familia saben que tendrá que ir por más y que su recuperación durará y depende de esos cuidados, de su inmovilidad y la medicina. Habrá más días, dicen su esposa y hermana. Y él asegura que no se saldrá de Protección ni de voluntario de la Cruz Roja, a menos que lo despida el gobierno municipal que inicia en enero.
Todavía retumban en su memoria, en sus adentros y todos sus músculos y huesos, incluidos los fierros acerados que atraviesan su pierna, aquellas palabras, de la madrugada del 30 de septiembre, pronunciadas por Miguel y su esposa.
—No vayas, Negro.
—Tengo que ir. Debo salvar vidas.
Y no pudo salvar ninguna. Solo la suya.
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