Una de las cosas que más me sorprendió cuando estuve como psicólogo en algunos campos de refugiados de Grecia fue que la mayor parte de las vallas que los delimitan tienen agujeros por los que se puede pasar. En algunas ocasiones, incluso, se puede pasar por la puerta sin que la policía o los militares digan nada. Por supuesto, los niveles de restricción aumentan y disminuyen según las circunstancias y ha habido mucho conflicto por ello entre militares y voluntarios, pero lo que me interesa aquí es analizar qué otras barreras se pueden encontrar voluntarios y refugiados, además de la valla del campo que, en muchas ocasiones, actúa más para simbolizar una distancia entre culturas que para hacerla efectiva.
Como profesional de la salud mental, una de las barreras que más pude observar es la barrera emocional y como ejemplo de lo que acabo de decir, y antes de explicar en qué creo que consisten estas barreras emocionales, contaré la anécdota que me hizo reflexionar sobre todo esto:
Serían las tres del mediodía, el paseo se estaba alargando y hacía un calor insoportable. Estaba hablando con dos refugiados, uno hacía de traductor árabe-inglés, mientras que el otro me contaba los problemas que le había generado, y le estaba generando, el hecho de ser homosexual dentro del campo en el que estaba viviendo. La privacidad allí es huidiza, por lo que andar constantemente es una forma de encontrarla, y dado que la conversación requería de todos mis recursos mentales, solo al finalizar, me di cuenta de que habíamos salido y vuelto a entrar por la puerta del campo un par de veces. El día anterior la policía nos había prohibido la entrada, ya que no teníamos el necesario permiso del gobierno griego. Naturalmente, esto fue una casualidad, un despiste o un cambio de turno. Tengo claro que los policías no dirían: “Déjalo pasar, nuestro poder no funciona contra su escucha activa”. Probablemente ni me vieron, no me distinguieron o no les importó que yo entrase.
En ese momento, cuando la valla había dejado de ser relevante, me di cuenta de que había habido hasta ese momento una distancia entre los refugiados y yo que no había detectado. Algo emocional que provocaba que yo no conectase con ellos. De repente esa distancia ya no estaba presente, o al menos no con tanta fuerza, pero no porque yo hubiese pasado por la puerta, sino porque se había generado una interacción. Había intercambiado información y opiniones con un refugiado, me había hecho el regalo de confiarme sus emociones, problemas y sufrimientos para que yo tratase de ayudarle en la medida de mis posibilidades. Los tres paseantes habíamos dejado de sentir esa distancia en nuestro cuerpo: su hacerse comprender, junto a mi tratar de comprender, había abierto agujeros en la valla emocional que nos distanciaba anteriormente. Le sentí cercano, aunque lo acababa de conocer.
Al eliminar el factor de la valla material, la valla emocional se me hizo visible el tiempo suficiente como para verla derrumbarse. Me di cuenta de que estas barreras emocionales eran tremendamente importantes y que se debería reflexionar sobre ellas: qué funciones cumplen, por qué pasan desapercibidas, cómo detectarlas, si es adecuado atravesarlas, y si lo es, cómo hacerlo y por qué.
Un debate, unas preguntas
Muchos voluntarios nos comentaban que habían tenido experiencias parecidas que les habían facilitado el comprender su propia actividad y como esta podía estar marcada por el distanciamiento o el paternalismo. Esa conexión afectiva les había permitido cuestionarse a sí mismos, crecer y sentir la necesidad de seguir al lado de esas personas o, mejor dicho, de su causa. Por otra parte, otros voluntarios acostumbraban a remarcar las distancias que mantenían, la necesidad de no vincularse con el objetivo de no tener que romper más adelante ese vínculo. De esta manera, consideraban que estaban siendo más efectivos en su trabajo. Estas dos posturas, vincularse emocionalmente o no hacerlo, marcan un debate que se da de forma continua.
Más allá de si a los voluntarios nos parece mejor una u otra opción, considero interesante preguntar a los propios refugiados qué es lo que necesitan. Introducirlos como participantes activos en las decisiones sobre la gestión emocional de los campos supone plantear, inevitablemente, una serie de preguntas más fructíferas que el debate en sí y que no se están dando porque, en general, no se habla sobre aspectos emocionales: ¿cuáles son las condiciones emocionales de los campos?, ¿cómo se está gestionando la salud mental de los refugiados?, ¿qué iniciativas se promueven en este sentido?, ¿qué prefieren ellos?, ¿quieren ser escuchados o prefieren que ignoremos su estado emocional?, ¿quieren vincularse emocionalmente o no?, ¿realmente se puede evitar esta vinculación, o sería mejor considerar que va a suceder inevitablemente y que hay que encontrar la mejor forma de que suceda?, ¿somos los interlocutores adecuados para cumplir esta función?
Las vallas emocionales, tanto por parte de voluntarios y organizaciones, como por parte del bloqueo emocional que sufren derivado de las experiencias vividas, reafirman su parálisis en los campos. Muchos se encuentran limitados por la tristeza, la ansiedad, los problemas para dormir o la nostalgia, dificultando que continúen peleando día a día, contribuyendo a la resignación. Si no se trabaja con ello, una situación ya de por sí muy dura puede convertirse en insoportable. También se debe tener en cuenta que los aspectos emocionales (el duelo en el que viven, la tristeza), ni son necesidades a cubrir como un trabajo más de la lista, ni choca con la provisión de otras necesidades (como asesoramiento legal, verduras, ropa, formación…).
Tenerlos en cuenta implica buscar una forma diferente de relacionarse y que atraviesa también el cómo se cubren las demás necesidades. Sin embargo, sabemos que no existen espacios ni tiempos para la expresión emocional, no existen proyectos que faciliten una interacción que promueva la comunicación emocional ni entre ellos mismos, ni con profesionales de la salud mental, tampoco se tienen en cuenta, por parte de las autoridades principalmente, los procesos de despedida y duelo de países y familiares. Y necesitan de este tipo de proyectos, ellos mismos nos lo decían, al menos aquellos a los que les preguntamos.
Unos agujeros, una distancia, un hacer mal, un hacer bien
Sí, pero ¿cómo saltar las vallas emocionales y hacerlo bien?
Hay agujeros por los que colarse. Cuando los refugiados deciden contarte las situaciones por las que han pasado, los motivos por los cuales han huido de sus países, las dificultades, las muertes, las condiciones en los campos, las expectativas que tenían, la decepción y el sin fin de historias que llevan guardadas, se caen las barreras inmateriales y empiezas a comprender que las distancias marcadas son artificiales. Cuando te cuentan las emociones que les recorren por dentro te das cuenta de que tenemos mucho miedo a conocerlas, ya que son verdades muy dolorosas.
Se puede hacer muy mal. Por ejemplo, se puede señalar que son ellos, consigo mismos, los que tienen que resolver sus problemas emocionales y que los occidentales no debemos inmiscuirnos en ese proceso. Hay cierta parte de verdad en esto, sobre todo si nos dedicamos a acudir como salvadores de la salud mental, implementando estrategias occidentales con calzador, utilizando el lenguaje que utilizamos aquí los profesionales o deslegitimando el dolor que sienten (con frases del tipo “hay que ser optimista” o “ya verás como todo va a ir bien”). De hecho, una propuesta que solamente contemple ayuda profesional, y no promueva diálogos de igual a igual, entre ellos mismos o con voluntarios occidentales no profesionales (de la salud mental), estará condenada a perpetuar las barreras de las que estamos hablando. También se puede hacer muy mal si no sabemos acompañar a una persona en la expresión de su sufrimiento, guiándonos por nuestra curiosidad y morbo en lugar de por sus necesidades, o abriendo heridas que no sabemos ayudar a cerrar.
Si evitamos imponer una forma de pensar rígidamente occidental, y entendemos que la prioridad es la interacción de igual a igual, las posibilidades de actuación son muy amplias
Pero también se puede hacer bien. Los voluntarios pueden hacer mucho acompañando, escuchando y ayudando a explorar. Animar a las personas a seguir adelante, a expresar la rabia contra las fronteras y las guerras, a señalar la fuerza y el valor que tienen, a sacar fuerzas para luchar por sus familias, a comprender la situación por sí mismos. Casi todo el mundo puede hacer esto. Hay que tener en cuenta nuestra cuota de responsabilidad como seres humanos, responsabilidad que nos pone en la posición de personas a las que les da lo mismo formar parte de culturas diferentes y que enfrentan colectivamente el sufrimiento. Para los refugiados es importante ser escuchados por los occidentales, les ayuda a sentirse comprendidos, a sentir que tienen aliados. No lo digo yo, muchos nos lo comentaron.
Los profesionales de la Psicología también podemos hacer mucho. Si evitamos imponer una forma de pensar rígidamente occidental, y entendemos que la prioridad es la interacción de igual a igual, las posibilidades de actuación son muy amplias: escuchar los relatos del dolor para transmitirlos en occidente, generar estructuras de autogestión de la salud emocional horizontales (colectivas e individuales), señalando el dolor emocional más allá del diagnóstico, flexibilizando nuestras perspectivas para transformar el campo de la salud mental y, en definitiva, ayudando a reducir el sufrimiento psíquico que paraliza a miles de refugiados.
Solamente nos permitimos imágenes, y pocas, de los bombardeos y atentados. Imágenes a las que ya estamos insensibilizados. Lo que no nos queremos permitir en Europa, aquello de lo que nos están “protegiendo” nuestros gobiernos, es acceder a los relatos del dolor, subjetivos, cargados de emociones, complejos. Esos relatos que, por fuerza, nos cambian por dentro y nos hacen cuestionarnos muchas cosas. Aprender a gestionar este sufrimiento psíquico de forma horizontal es una forma de establecer alianzas entre iguales, sin ser mediatizadas ni por nuestros gobiernos y medios de comunicación, ni por las barreras materiales y emocionales que han establecido respectivamente. Por tanto, una nueva gestión de la salud mental y emocional puede ser una herramienta de transformación social, también en lo que tiene que ver con las interacciones entre culturas.
Una guerrilla emocional, un transitar
La iniciativa de cientos de personas que están acudiendo a Grecia por su cuenta, independientemente de las grandes ONGs, está sirviendo para que se rompan actuaciones que, en muchas ocasiones, generaban una relación de dependencia o paternalismo. Entre otras cosas, y por lo que aquí nos interesa, los voluntarios independientes tienen en cuenta los aspectos emocionales y los trabajan. Suelen preguntarnos cómo hacer para que las historias que escuchan no les afecten negativamente, cómo hacer para que los vínculos emocionales que, inevitablemente, se crean, no les provoque sensación de vacío al volver a la rutina. La única respuesta posible es que no existe ninguna forma de evitar traerse una parte de ese dolor, ni siquiera sería justo presenciarlo y pretender que no te transforme por dentro. Una buena propuesta es traer ese dolor de contrabando en las entrañas, y desparramarlo en nuestro entorno para prender pequeños focos de empatía en muchas partes, focos efímeros y pequeños, pero también ardientes y necesarios. Focos cálidos de comprensión y solidaridad.
El modelo samizdat me parece un buen ejemplo, durante la dictadura soviética, se difundían textos prohibidos de forma clandestina, cada persona hacía sus propias copias y las distribuía. Las personas que los recibían hacían copias a su vez y las volvían a distribuir. Este símil nos puede ayudar a entender la posibilidad de difundir relatos que alteren esta irritante paz social alrededor de los campos de refugiados. Guerrilla emocional, podríamos llamarla. No guiada por nuestra curiosidad, ni nuestro morbo, sino por las necesidades y procesos propios de los refugiados. Transmitida en su formato natural, respetando los relatos tal cual son, sin distorsionarlos para hacer sentir remordimientos de conciencia gratuitos. Traer estas historias pueden hacer recordar a las personas que estamos hablando de seres humanos, esto puede sonar redundante, pero saberlo racionalmente no es lo mismo que interiorizar emocionalmente que lo son.
No es una terapia, no es victimismo, es respeto, activismo y solidaridad.
El sufrimiento es político, lo queramos o no, y decidir cómo gestionarlo es decidir, en cierta manera, cómo queremos que sea la sociedad. De nosotros depende el que se quede allí, doliendo, o que salga para transformar y tender puentes. De este modo, quizás, consigamos ir más allá de las vallas de los campos para que estas no acompañen a los refugiados a todos los lugares que transiten, cuando por fin vuelvan a transitar.
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