Sintió el golpe. Se sacudieron hasta sus calcetines y de momento no le dolió nada. Abrió los ojos y no recordaba. Vio el techo de su taxi y se preguntó qué había pasado. Parpadeó y volvió a parpadear. Oyó gritos afuera. Vio humo alrededor. Empezó a mover los brazos y comenzaron los dolores: espalda baja, piernas, brazos y cuello, todo en su lugar, pero como si tuviera duras albóndigas nadando entre sus músculos y arterias.
Afuera lo esperaban dos hombres compungidos y de cruzados brazos. Mandamases. Apenas logró salir del taxi, con la ayuda de varios extintos mirones, y se topó con esos dos que lo miraban tan fija y duramente, con esa sicodelia con que miran los pericos, que parecían querer desintegrarlo. Págame, loco. Págame. Por qué te voy a pagar, respondió el taxista. Tú vienes en madriza y te estampas por atrás. No te fijaste que hice alto, así que págame tú. A esos dos se unieron otros tres que llegaron en un carro de modelo reciente. Le dijeron que le iban a pegar unos chingazos, que lo iban a matar, si no pagaba.
Él se amarró en no pagarles. Por qué habría de hacerlo, si no fue él quien golpeó. Llegaron los agentes de tránsito y los conminaron a ponerse de acuerdo, pero aquellos seguían en su postura amenazante. Llegó también un carro negro, que parecía de luto: carroza larga, prolongación de sepelios, novenarios y cementerios. Oscuros los rines, los cristales, la defensa y las piezas de aluminio. Todo. El conductor bajó el cristal y parecía ascender del infierno, conforme funcionaba el elevador de la ventanilla. Lo llamó y le preguntó quién había tenido la culpa. El taxista le contó. El hombre le dijo No me voy hasta que te paguen. Y descendió al infierno, mientras permaneció ahí, en ese ataúd rodante. Traía un AK47 y ocho cargadores.
El policía le dijo al taxista que quién era ese hombre. El taxista contestó que no lo conocía, pero que no se iba a retirar hasta que le pagaran. El agente le reviró: no quiero problemas, yo le pago, con tal de que se arregle esto. Para entonces, los del otro carro le bajaron dos rayitas a su enojo y ofrecieron pagarle dos mil. Él les pidió cinco. Cinco y ai muere. Se juntaron para discutirlo y miraban de reojo al carro fúnebre.
Cuchicheaban, temerosos. Al final mandaron traer el dinero y le dieron los cinco. Y el del carro negro se fue sin despedirse. Y dejó a su paso una estela azufrada.
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