Río Doce.- Cada miércoles y domingo, las Rastreadoras se sumergen en un extenso monte de los municipios de Ahome y el Fuerte para buscar a las decenas de personas desaparecidas, cuyo número aumenta, a pesar de que las autoridades son reticentes a aceptar la complicidad policial en los casos.
En su última faena, entregaron al menos tres osamentas que por los vestigios encontrados podrían ser de un hombre y una mujer. Ellos habrían sido asesinados en solitario, y dejados para el olvido en el monte siniestro del norte de Sinaloa.
Su localización no fue fortuita, sino el trabajo de innumerables madrugadas, de miles de pasos, de dolientes arañazos de cardos, de padecer el sol cayendo a plomo, pero también de las miradas fortuitas y recelosas que les transmiten odio por esa lucha acerada en busca de los que ya no están con ellas, y cuyo amor les impide olvidarlos.
El grupo mantiene una organización casi automática. Despertar al alba. Vestirse para la ocasión. Gorras, cachuchas, botas, pantalones, blusas, rebosos y chamarras. El bule de agua al hombro; la pala, el azadón y zapapico en las manos. Montarse en la troca y tomar las brechas que en su tiempo fueron patrulladas por puñados de grupos armados que buscaron arrodillar al gobierno para imponer el terror, como someter a capricho a la población civil. Finalmente no lo lograron y terminaron como ellos lo hicieron a civiles, diezmados.
En la troca la esperanza avanza. Se mueve entre las acacias, álamos, tules, bainoros, palos blancos y cardos. Ellas aguzan la mirada, ensanchan la nariz, abren sus poros para palpar el más leve indicio de la cercanía de un cadáver olvidado intencionalmente. Perciben lo que el citadino no alcanza a comprender. Ese aroma a carne podrida, a huesos olvidados, a ropa desecha.
Se apean de la troca, descienden de las redilas; apenas hablan. El silencio va escarbando en sus mentes, y el recuerdo del ser perdido renace, crece y se multiplica. Respirar hondo, jalar aire, tensar las piernas, apretar las nalgas, hacer nudo las tripas, y marchar. En ocasiones dispersas, ya más tarde en fila india, en columna. Cabecear la aguda espina, esquivar la rama traicionera, pasos laterales, y sincronía de cintura asemejan un baile al más puro estilo boxístico, pero en un dantesco escenario.
En ellas, el miedo no es un freno, tampoco un tabú. Lo aceptan por instinto de supervivencia, pero lo vencen con desvelos. Se ríen de él, como el mexicano lo hace de la muerte cada 2 de noviembre.
Las herramientas pesan demasiado. El sudor las hace resbaladizas. Por eso se las pasan de mano en mano. Nadie chista. Nadie se queja.
Han llegado a un sitio en claro. El olor es raro. Ellas detienen la marcha, en automático. Algo hay allí, y lo buscan. Guijarros y conchas bajo sus pies truenan con cada paso lento. Escudriñan el suelo pedregoso. Alguien de ellas tiembla, y lanza un apenas perceptible ay de dolor. Todas se detienen. Jalan aire, las lágrimas traicionan. Un hueso se revela a sus miradas. Luego otro, uno más, un trozo. Con delicadeza lo levantan, y los reúnen para recomponer a la persona que un día fue, para darle nombre, una familia y la sepultura en la que será honrada. La pila está completa, y es el momento de hablar a las autoridades para que realicen el trabajo forense profundo.
Beben agua, esperan. Bromean. Hay firmeza en sus palabras y suscriben un nuevo compromiso. Encontrar a otro. Entonces reciben el pitazo. Recomponen la figura y retornan por pasos andados. Montar de nuevo a la troca. Tomar carretera, seguir indicios por brechas llenas de guijarros y cardos. Ubican el lugar, escarban. Encuentran par de botas, cinto, jens. Y dentro de ellos, lo que buscaban: un esqueleto. Desentierran tibia, peroné, fémur, pelvis, vértebras, costillas, y un cráneo agujerado. No molestan más la sepultura clandestina, y avisan a la autoridad del nuevo hallazgo. Esperarán la exhumación y los análisis forenses, en tanto un breve Rosario y las gracias a Dios, pues una familia más dejará ir el dolor de la ausencia entrañable.
Es fin de semana y han recibido un nuevo aviso. Ubican la casa abandonada. Entran. Escarban. La encuentran. Por las prendas de vestir, ellas saben que es una mujer, que un día fue joven. Repiten su ya conocido protocolo. Abanderan la zona, llaman a los peritos y esperan. Los especialistas arriban, acordonan el lugar y se retiran, a que los técnicos hagan su trabajo. Retirado el esqueleto, descansan, pero solo lo suficiente para respirar profundo y emprender una nueva búsqueda. Ellas son las Rastreadoras.
Mirna Nereyda Medina Quiñonez, dirigente del grupo que suma ya más de 150, afirma que no descansarán de su labor hasta encontrar al último ausente.
“Es gratificante encontrar a un ausente, pero es insuficiente porque aún hay mucho dolor en esas tumbas clandestinas que aún no hemos encontrado”.
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