Una colorada (vale más que cien descoloridas)
Por Lilia Cisneros Luján
En plática con una niña preadolescente de nacionalidad belga-mexicana, a la cual le expresé mi preocupación acerca de sus sentimientos por los últimos atentados terroristas, su respuesta me causó más inquietudes que los atentados mismos: “Bueno señora, es normal, han ocurrido explosiones, en España, en Francia, en Turquía y muchos otros países; es como en México, aquí secuestran, violan y asesinan, lo que hay que hacer es tener cuidado, no ir a lugares donde viven los terroristas, no viajar de noche en el metro, en fin tener cuidado”.
No supe, si congratularme por una mente “tan madura” o entristecerme por un indicio de como es que la violencia se han convertido en “algo normal”, para una generación completa de la humanidad. Mucho se ha escrito del porque los niños de las favelas brasileñas o los de comunidades marginadas en México, se enrolan en el crimen organizado -casi siempre por la ilusión de contar con poder y satisfacciones de las cuales carecen- e incluso hay libros y películas de “casos de la vida real”, de jóvenes que al final del día con pleno convencimiento se colocan un cinturón de explosivos y dan su vida –llevándose con ellos muchas otras existencias- por una causa supuestamente superior, como sería la contenida en alguna religión extremista[1].
En el ámbito de la biología, podemos encontrar como base de muy diversas patologías las percepciones –aumentadas o disminuidas- que en el caso de coexistir más de una dan lugar a casos de histeria o hipocondrías. Además de las percepciones cuantitativas, hay quien no es capaz de reconocerse en su entorno, tiene temores a las distancias que mira como insólitas, asume que eso que ocurrió ya lo había visto, o distorsiona -en forma o tamaño- los objetos de los cuales se rodea[2].
Lo que parece ser una verdad irrebatible –desde Abraham Lincon hasta los publicistas del PAN- es que la guerra puede erradicarse porque a final de cuentas “somos más las personas buenas que las malas”; sin embargo más allá de si la violencia es una patología social inherente al ser humano como “descendiente de primates belicosos y extremadamente territoriales” o de si ésta ocurre por la influencia de liderazgos cuyas variables psicológicas pueden ser calificados como patológicos, el hecho es que diariamente el tema primordial que impacta a las generaciones en desarrollo, se vincula con las diversas formas de matar –por explosivos, elementos químicos o biológicos, tortura –física o emocional- y uso de toda suerte de armamento. ¿Caben prácticas de socialización positiva en un campo de batalla? ¿Solo los que realizan acciones bélicas como las descritas son homicidas y asesinos o hay empleados de organismos internacionales y de diversas ONG que son igual o más violentos?
¿Cómo evitar que su hijo estudiante de secundaria, sucumba a la violencia? ¿Bastarán las fórmulas estructurales dictadas por los responsables de la política para erradicar el buling o la influencia de yijadistas compañeros de clase? Millones de infantes en el planeta expresan frases como: “es mejor que mis padres estén separados, porque no es una buena influencia para mí verlos peleando” ¡¿?! Aceptar esta premisa dictada por uno de los cónyuges es quizá el mejor preámbulo para que ese mismo niño asegure que las guerras de exterminio e incluso la autoinmolación, son normales o cuando menos no tan malas como las justificadas por razones de expansión económica o espiritual.
Que hayan pasado de ser excepciones individuales a generalización justificativa de diversas acciones belicosas, nos permite vislumbrar como es que la valoración subjetiva ha sucumbido a percepciones intuitivas en grupos sociales amplios. ¿Cómo es que millones de personas que dejan su origen por las consecuencias violentas que les asolan, llegan a fronteras y barricadas dispuestas a ejercer mayor violencia que la que les forzó a huir? Hoy mismo más allá de la proliferación de polémicas en favor o en contra del multiculturalismo europeo, los infantes y adolescentes del mundo reacciona a partir de inferencias inconscientes pues son ellos los más susceptibles de someter su valoración subjetiva como resultado de percepciones sucesivas de un hecho que termina por parecerles normal.
La consecuencia es la abulia total –para continuar estudiando, buscando un empleo en suma desarrollándose- o la decisión de apoyar a cualquiera de las partes en conflicto. La semilla de la violencia, parece pues estar en la genética –biológica o social- del ser humano. Individuos decididos a pugnar por la no violencia[3] son casi siempre agredidos por los bélicos sean estos muchos o pocos. El encarcelamiento, el aislamiento social –a escritores, actores, líderes comunitarios -pro bosques, defensa de derechos, etc.- y hasta la desaparición forzada o el homicidio, son algunas de las guerras soterradas quizá con mayor eficacia que los misiles o los virus esparcidos contra poblaciones enteras.
Sea cual fuere la justificación de una guerra –de exterminio por motivos de raza, credo, comercio y venganza; o preventiva por “reacomodo” de poblaciones enteras basados en cuestiones ecológicas o ambientales- el llegar al punto de calificar a esta como normal es quizá la bomba más letal para la humanidad.
[1] El tema no es solo del presente siglo o de la religión musulmana, antecedentes hay entre los cristianos y aun anteriores como los relatados en la Tora, por el pueblo judío.
[2] Cualitativas: desrealización, despersonalización; acrofobia, déjà vu y jamais vu, metamorfopsias: dismegalopsias, macropsias, micropsias, heautometamorfopsia, trastorno dismórfico corporal; heautoscopia, etc.
[3] Cassius Clay, cambió de su herencia cristiana y adopto la religión musulmana a partir su percepción subjetiva de que este era un credo pacifista. El poder belicista de su país, reaccionó agrediéndole de manera brutal pero finalmente logró trascender su visión en contra de la guerra, aun cuando esta no se haya acabado.
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