Javier Valdez/Río Doce.- Le voy a dar un consejo. Le dijo en voz baja pero clara y fuerte, el oficial de la marina. Dígame si le interesa. Ella asintió, aún con los temblores expropiando su cuerpo, el llanto fuera de control, la ira y la tristeza y la frustración y la impotencia mezcladas en esos dos minutos, en ese predio baldío. Está bien, dijo ella. Lo escucho.
El oficial siguió con el fusil terciado. Media cara detrás de ese pasamontañas, una escuadra negra a medio muslo y en su fornitura, y ese porte de estatua de plaza central.
Él había llegado primero a la escena del crimen. Minutos antes, quizá media hora, una joven había sido levantada y luego fusilada en ese terreno deshabitado. Quedó tirada, con los ojos cerrados, boca abajo y los brazos esperando a cristo. Ella la vio y lloró. Sí. Sí es. Traía ese llanto como de tiro arriba y lo descargó ahí, sin control y con todos los grifos abiertos. No gritó, hasta eso. Mantuvo su boca, sus labios de gelatina, sellados.
La occisa, una joven hermosa y aún con el relámpago del primer rayo solar en el rostro, a pesar de lo mortecino, había estado en una fiesta, con otros chavos. Bailaban, invadían la banqueta y colmaban la cochera de la casa. Algo de cerveza y tequila, salchichas, cacahuates y queso, como botana. El murmullo era opacado por la música de banda y el punchis punchis.
Festejaban el cumpleaños de uno de ellos. Los de más edad permanecían apartados, hacían sus bolitas, porque los jóvenes, esos con la pila bien cargada, eran mayoría y dueños de la fiesta. Rostros sonrientes, vasos y botellas en mano, alas en los pies, cadenas zafadas, y un grito de ea ea ea retumbaba en el vitropiso.
Llegaron unos hombres de negro, con el rostro cubierto. Apuntaban a todos con sus cuernos y dieron con ella. La tomaron de los brazos y la sacaron de la casa, entre gritos de ella y el silencio de una cumbia que se había quedado en las bocinas, como burla macabra. Un familiar quiso intervenir pero uno de los hombres le dio un culatazo: petrificados, con la bebida en la mano, veían cómo se la llevaban y no pudieron hacer nada.
Pasó poco tiempo para que avisaran sobre el hallazgo del cadáver de una joven y fue así que llegó ella, su mejor amiga, al lugar. Ahí estaban los de la marina, la policía todavía no llegaba. Y la mujer se acercó, tapó boca y nariz con las palmas de sus manos y asintió. Es ella. Y dio el nombre. El jefe del grupo de la marina que estaba ahí se le acercó, cambió la voz de acero por una suave pero firme. Le voy a dar un consejo. Ahorita van a llegar los policías municipales. Digan lo que digan, usted no sabe nada.
Y así fue. Llegaron los agentes y ella se amarró. No sé nada. Después supo que esos polis eran los mismos que merodeaban la casa, la fiesta y ahora la muerte certificaban.
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