La divina providencia nos socorrerá, le dijo el padre a la monja. El joven seminarista los escuchó y se quedó callado: apretó los labios, entrecerró los ojos y agachó la cabeza, resignado. No más le faltó hincarse y encomendarse a Dios, la virgen o San Judas Tadeo. Nadie en el firmamento. Y el de sotana ya lo había dicho. El cielo proveerá.
Volteó y las nubes le gritaban con colores grises oscuro, negro condena, azul soberbia. Ratificó sus temores: nadie. Su madre lo había mandado ahí, pero él también lo quería. Sintió el llamado del todopoderoso cuando estaba en la primaria. Monaguillo por pasión y sin tomar de la limosna, porque es pecado robar. Se sabía de memoria los rezos y si alguien se lo permitía, podía oficiar una misa. Desde el credo hasta el saludo de la paz. No más le faltaba la homilía.
Por eso entró al seminario. Mi hijo tiene vocación, dijo la madre. Llorosa, con las manos temblando y el labio inferior mojado y suelto, se lo anunció a su esposo y a sus dos hermanos. Todos estaban emocionados, conmovidos. Parecían ver a Juan Diego, iluminado e irradiando el cuarto, la sala, el patio, el comedor y el zaguán donde no cabía el carro que no tenían.
Voy a ser seminarista, les dijo. Y todos lo abrazaron. Él se puso triste porque iba a vivir fuera de casa, internado en el seminario diocesano, sin sus amigos del barrio, ni esa chava que ya ensayaba sonrisas cuando lo veía de lejos. Pero quería ser sacerdote, oficiar misa, dar la comunión, atender a los pobres como él, orientar la feligresía y enseñar la palabra de Dios.
Pero no tenía dinero y eso apenas empezaba. Ya en el seminario, faltaban recursos y él no contaba con nadie: sus padres tenían los bolsillos enteleridos y él se había gastado todo en los primeros meses. Por eso acudió al sacerdote y lo comentó con una de las monjas que lo auxilia. Dios proveerá, la santísima trinidad nos ayudará. Retumbaba en la cabeza y su billetera seguía seca.
Le contó a uno de los seminaristas, con quien ya había amistado, y él le dio la solución. Hay que recurrir al patrón. Quién es. El patrón, el señor. Preguntó si hablaba de Dios. No, de un hombre bueno y poderoso, con muchísimo dinero. Él siempre ayuda a la iglesia, al seminario: manda comida, nos da para los viajes, reparte dinero entre los alumnos más pobres y da buenas limosnas.
Pensó en un gran empresario. Benefactor de la iglesia y generoso con los necesitados. Se dijo que era alguien cercano al obispo, lo imaginó sentado en alguna banca escuchando misa e hincado y rezando en silencio mientras saboreaba la hostia envinada. No, no viene a misa. Es un narco, le dijo. Entonces es dinero malo, respondió. No, es dinero de Dios.
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