Río Doce/Javier Valdez.- Los periodistas llegaron así, sin más. Sin aviso ni permiso ni salvoconducto. Se dirigieron a la casona, en la cima del cerro, donde los recibió un hombre montado en una cuatrimoto. Les preguntó que querían. Le explicaron que buscaban a la mamá del señor, para entrevistarla.
El capo se había fugado de la cárcel y la noticia era mundial. Y ellos estaban ahí, emocionados y empeñados en conseguir una exclusiva con su madre. Habían llegado desde gringolandia, con cámaras, tripiés, luces, cables, micrófonos. Subieron y bajaron los vericuetos de la Sierra Madre Occidental, en esa camioneta todoterreno. Cinco horas de camino, brincoteos, sacudidas y meneos, para llegar hasta esa finca, donde ese hombre los miraba con desconfianza y recelo.
Quién es el camarógrafo, preguntó. Señalaron a uno de los güeros, quien no hablaba español. Se lo llevó hasta dentro de la casa, pero como no regresó en veinte minutos ellos se desesperaron y se dispusieron a ver qué pasaba. Cuando dieron diez pasos los atoró un grupo de jóvenes: flacos, altos, con cachuchas y pecheras y un cuerno de chivo cada uno, altivos y con el sol en la frente. Entonces apareció el camarógrafo y les explicó.
Quieren dinero. Pero también quieren saber si alguien nos mandó. Uno de los pistoleros traía un aparato blanco, con una antena grande. Era un teléfono satelital. Tenga, aquí le llaman. Tomó el aparato la productora, la única mujer que iba en el grupo. Hablaron un perfecto inglés. Mientras dialogaban, los otros encuernados no les quitaban la vista: traían agujas rojas y blancas en esa mirada polar, el mutis en esos labios cocidos con saliva y lengua seca. No hablaban, solo miraban y mantenían los automáticos en sus manos y el índice estirado.
La mujer se puso roja y luego blanca y luego se le fue el color y palideció: una muerte pequeña, chiquitita, parecía instalarse en sus mejillas, en esos labios sin sangre y esa voz viva se hizo arenosa, densa, de palabras atropelladas. Sí, sí. Está bien. Sí, así será. No se preocupe. Disculpe, por favor. Dejó el aparato en manos de uno de los desconocidos y les dijo a sus compañeros vámonos. Vámonos, repitió fuerte y temblorosa.
En voz baja les anunció: en el camino les explico. El hombre con el que había hablado tenía la voz de un joven e inicialmente había sido muy educado. Se refirió a la madre del jefe como la abuela y dijo que sí a la entrevista. Pero todo se complicó cuando él preguntó que si cuánto iban a pagar. Ella respondió cuánto quieres. Él reviró: cuánto traes. Nada, dijo. Y todo se quebró. El hombre le dijo entonces qué chingados estamos negociando. Si no tienen un centavo lárguense a chingar a su madre a otro lado. Tienen treinta minutos para pelarse. Váyanse. O los mato.
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