Javier Valdez/Río Doce.- Dejaron las llaves en el librero. No pensaron en nada, solo en entrelazar las piernas, expropiar espaldas y labios, y nadar en la oscuridad de ese cuartito de tres por cuatro, ubicado al fondo. Todo en silencio, sin quejidos ni alaridos ni palabras obscenas. Des pa ci o y alocadamente: a tientas, andando los caminos que conocían de memoria y que siempre eran nuevos. Así se reencontraban cada noche, como los recién casados que eran.
Vivían en la casa de la abuela, no podían más. Ahí compartían los espacios con dos primos. Ella era una profesionista, le iba bien como nutrióloga. No le pagaban lo que quería. Algo es algo, repetía, en cada quincena, cada bono de productividad y puntualidad, cada dinero extra cuando atendía pacientes por su cuenta.
Él a ratos en el subempleo y a ratos con trabajos que le dejaban más o menos llenos los bolsillos, esos que luego luego exprimía con tantos gastos. Ni queriendo, habían podido ahorrar para comprar una casa. Pero lograron, en un golpe de suerte y con chambas extraordinarias, juntar algo y comprarse un carro. Era un compacto chico, suficiente para dos que se amaban y a quienes no les importaba la vida precaria ni el sudor en la frente: piel roja, irritada, gotas de sangre en esos desvelos, tantos músculos erguidos y tensos, y ese sacrificio sin manecillas.
Dejaron las llaves en el librero, junto a la tele. Los primos a veces llegan tarde y en ocasiones borrachos, pero son tranquilos. Esa noche llegaron sigilosos, algo cuchichearon y salieron de ahí. Evitaron que las llaves chocaran entre sí y con el llavero grueso, para no hacer ruido.
A la mañana siguiente, el carrito estaba ahí. Ellos se disponían a salir cuando les cayeron dos patrullas de la policía. Lo subieron a él y le gritaban que ya sabían en qué andaba. Que andar de matón era malo, pero era peor ser secuestrador. Se lo llevaron y a los dos días lo presentaron en una conferencia de prensa. Líder de una banda de secuestradores es detenido por la policía. Hay otros dos, dijo el procurador. Están identificados. Dos primos.
Él no dijo nada frente a los periodistas. Los golpes, la electricidad en los güevos, la bolsa de plástico en la cabeza, le decían que no debía abrir la boca. Firmó algo que no leyó y que seguro eran puras mentiras. Gacho, flácido y con moretones escondidos. Desvelado y con ojeras como sábanas negras, recibió flachazos y potentes luces lanzados por las cámaras de televisión. Le preguntaron cosas que no respondió. Y salió de ahí jalado por esos polis de negro, capucha y casco.
A los días supo. Sus primos eran eso, secuestradores. Por miles de dólares habían liberado a ese niño. Lo bueno es que estaba vivo.
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