La madre vio al hombre aquel, en la camioneta gigantesca y nuevecita. Lo vio y los ojos se le pusieron de signo de pesos. Quedó embarazada después de los respectivos cortejos, nada sutiles: un arrepegón de pechos, cuatro sonrisas pícaras, siete guiños y cuarenta referencias a las billeteras, las trocas del año y esos relojes y esclavas y cadenas de oro de muchos gramos y quilates.
Salió un bebé hermoso, de ojos grandes, blanco y mucho pelo. Desde niño lo vistieron de botas picudas de piel de anguila y pantalones liváis, de mezclilla. Una esclava gruesa en la muñeca que el niño apenas movía y dos anillos para ocasiones especiales. Lo vestían así, de vaquero, con ropa de marca, para fiestas y para siempre.
Le pusieron la banda y bailaba al ritmo de la tambora. Cantó con los chirrines y el de la tuba varios corridos de gente pesada, de hombres armados, de historias en las que todos son guapos, leales y valientes. Conforme fue creciendo se adentró en ese ambiente, de muerte de rutina y abismo en el calendario. Tomó la escopeta y aprendió a disparar. Un juguete, un cuete para los guateques de la colonia, un artefacto para presumir. Después la colt y luego el kalashnikov. Al final, solo quería saber de las armas matapolicías, los chalecos antibalas, las camionetas blindadas y las bazucas.
Mandó poner oro a las cachas de su fierro y pidió de navidad un fusil con brillantes y sus iniciales doradas. La vida no vale nada, acaso dos cartuchos siete punto sesenta y dos. No más. Por eso, viviendo en ese ambiente de destrucción sin domingos de misa, mató y mandó matar. Cayeron primos, vecinos, amigos y ex amigos, enemigos y uno que otro que por capricho se atravesó en el camino. Y también los que no.
Bisnes son bisnes, repetía. Y pum pum, pa bajo cuanto cabrón quiso. Viajó a Durango y también a Chihuahua y la California de arriba, como le decía. Puros negocios y más y más y más dinero. Un día lo llamaron para reunirse y ver asuntos del trabajo. Drogas, dólares, mujeres, troconas y oro. Mucho oro. Eso se le vino a la mente, como a su madre el signo de billetes verdes y le billetera con sobrepeso.
Subió a la sierra. Eran él y su chofer. Así lo habían acordado. No hay pedo, son de confianza. Bisnes, bisnes. Repitió para sí, babeando. Se adentraron en la sierra, birlaron caminos de serpiente y llegaron a ese lugar. Nadie supo dónde era, solo ellos. Y ahí se quedaron, en ese rincón que nadie conoció. Desde entonces sus padres lo buscan, lo esperan: que baje de la sierra, que regrese en la troca y se ponga las botas picudas y baile con la banda. Pero solo son recuerdos, nostalgia con mirada de hocico de fusil automático. La verdad es que lo buscan y lo esperan, porque lo quieren enterrar.
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