Javier Valdez/Río Doce.- Eduardo no quería cerrar los ojos: esa pesadilla seguro estaba ahí, bajo la cama, en algún rincón oscuro, en esos pasadizos estrechos y misteriosos de su sistema neurológico, en los escondites y laberintos, en algún callejón sin salida de su cabeza negra y de cabello largo. Esperará a que cierre los ojos, le gane el cansancio y el sueño llegue y pum, aparecerá dentro de su frente, como película de terror.
Todo empezó cuando aquella tarde le tocaron las mesas que están más cerca de la calle. Pero esa tarde, antes de que el sol se acunara del otro lado del mar, llegaron como seis hombres. Todos traían cuerno de chivo y pistola al cinto. Se fueron derechito hacia unos que estaban en una de las mesas y dispararon a corta distancia, sin decir agua va. No más se escucharon los rafagazos y la gente empezó a gritar y correr. Se atropellaron entre las sillas blancas, de plástico, y las mesas cuadradas.
Esos que estaban en esa mesa de madera fueron perforados por los proyectiles: las balas zumbaban y pof, ingresaron inmisericordes rasgando la piel, abriéndolo todo, expulsando masa gris y otros jugos rojos unos, y blancos y grisáceos otros. Los matones vieron cómo cayeron al piso, malheridos. Viraron a los lados, como abanicos. Bajaron sus armas y se fueron sin prisa.
Uno de los que estaban tirados en el suelo quería decir algo. Le brotaba sangre por la boca, ahogado en ese río tibio y mortal. Él lo vio, se acercó. Acuclillado le dijo tranquilo compa, ya viene la ambulancia. Pero el hombre pronunciaba estertores y salían burbujas. Sonidos guturales que él percibió cuando le tomó la mano y empezó a sobársela. Solo repetía tranquilo, tranquilo. No se le ocurría nada más. Se agachó y acercó su oído para tratar de captar alguna sílaba, armar esos pedazos de voz anegada. No pudo. Estiró su brazo y dio con el cuello. Pulso débil.
La mano se enfriaba y aquel hombre, que todavía movía los ojos, parecía abandonarse sobre ese charco. Tranquilo, mi compa. Le apretó la mano, pero ésta se enfriaba. Llegaron los paramédicos y uno apenas le buscó el pulso. Sin mucha convicción, movió la cabeza y le pusieron la sábana azul.
Ahora, Eduardo ya no tiene esas pesadillas. No, desde que la mamá del muerto fue y preguntó dónde había quedado y él le dijo ahí, yo le tomé la mano. La señora lloró, le dio las gracias y le dijo qué bueno que mi hijo no murió solo. Y él descansó: había pensado en que no había hecho lo suficiente, que pudo haberlo salvado. Se sintió torpe y frustrado. Y entonces se despidió del muerto, lo soñó tranquilo, en paz y agradecido, y acabaron las pesadillas.
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