Javier Valdez/Río Doce.- Raúl se dedicaba a robar combustible. Les llegaba la información sobre la hora precisa en que pasaría por ahí la gasolina y ellos debían estar listos: casi siempre de noche o madrugada, con la llave que ellos habían instalado en los ductos y el permiso de los narcos que mandaban en esa localidad.
A esa hora de la succión ellos eran fantasmas, sombras. La policía se retiraba a otros operativos, lejos de la ordeña de magnum, el ejército dejaba de patrullar, los de la Marina se mantenían en el retén. Ni los grillos cantaban, acaso un tecolote despistado y los murciélagos que se sentían invadidos y desorientados.
Los recipientes de doscientos litros esperaban en las camionetas. Fila interminable de vehículos queriendo surtirse para vender por su cuenta, entregarla a los jefes, repartirla entre otros que la revendían. Negocio redondo, incendio pequeño en esa comunidad que había dejado de oler a pólvora de los cuernos de chivo y empezaba a llenarse de una almohada invisible de gasolina: en los patios, las escuelas, la plazuela, las tienditas de esquina, los campos de maíz y las recámaras.
Un día le dijeron que dejara de ordeñar. Preguntó y le contestaron no sé, órdenes del jefe. Pero él necesitaba dinero, tenía que recuperarse del tiempo que pasó encarcelado. No se puede, loco. No es no. Has caso. Pero él no podía quedarse sentado frente al televisor, pisteando una caguama, sabiendo a qué hora iba a pasar la verde por el ducto. Bastaba con poner la mano en la llave y darle vuelta y abrir y. Oro. Oro verde, azuloso, rojizo, líquido, caliente. Y era todo para él solo.
Dos días más lo encontraron hinchado y con un balazo en la nuca. Te lo dije. Fueron las tres palabras del mismo que le había advertido que no ordeñara, con la mano en la treinta y ocho. Jorge su hermano menor le lloró tanto que se secó por dentro. Una muerte chiquita nació en sus entrañas: empezó en el hígado, subió por el estómago, se instaló en los jugos gástricos, conquistó el esófago, se convirtió en grito, montó los senos paranasales y mutó en un llanto sin lágrimas.
Jorge ahora ordeña. Trabaja para los mismos, esos que jalaron el gatillo, que tienen pólvora en las manos y que reparten los billetes y nutren la almohada con olor a gasolina: los mismos que trozaron a Raúl. Él lo sabe, pero quiere dinero y mucho, porta una venganza que le empedró el rostro y le mató la mirada, y no olvida ni sueña: solo pesadillas visitan sus madrugadas.
Le dijo su madre, salte hijo. No, no puedo. Te ven a matar, por el amor de dios. ¿Dios? No hay dios si ya mataron a mi hermano. Pero hijo. Nada, amá. Ya no me importa. De hecho, con lo de Raúl, ya me siento medio muerto.
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