Javier Valdez/Río Doce.
La mujer de enormes ojos y cuerpo de olas de mar fue tan asediada por ese hombre de armas, a quien aceptó como novio y rápido se casó con él. Se esmeraron tanto en fecundar el óvulo que en poco más de dos años tuvieron dos hijos, niña y niño. Tenía joyas y carro del año y buena ropa, perfumes y accesorios, y una casa mediana que apenas llenaban.
Tenían tanto y les iba tan bien que no pensaron en que todo tiene un final: callejones oscuros y sin salida, cilíndricos, que escupen fuego. Le cayeron en uno de los traslados de droga, custodiando. Él estuvo a punto de botar el seguro y jalar el gatillo del cuerno de chivo pero le ganó la cordura, el recuerdo de su mujer y sus hijos. De lejos le gritaron que soltara el arma, se hincara y se acostara boca abajo, en el pavimento.
Le dieron tantos años que pedía prestados dedos para contar y pedazos de otras paredes para infringir dolorosas muescas en la celda. Su mujer iba seguido y luego no tan frecuentemente, pero siempre llevaba a los niños. Hasta que ese hombre, también pistolero, se le acercó y le dijo reinita. Por esas nalgas, yo te doy una casa más grande y te cuidaré con todo y tus dos hijos. Vente a vivir conmigo.
Aceptó porque necesitaba dinero y no le alcanzaba ni para que comieran sus hijos. No lo conocía mucho pero le pareció la mejor opción. Ella, que era peleonera y le gustaba andar de pachanga con las amigas, empezó a decirle a él a todo que sí y a ellas que no. Él le ordenaba ve al mandado, yo cuido a los niños. Y ella aceptaba con abnegación. Pero no soltaba el teléfono ni permitía que él leyera sus mensajes.
Se quejó de esa vida de monja y de telas sintéticas en lugar de escotes. De los pantalones holgados en lugar de esas minifaldas de infarto. Ya ni siquiera podía imitar el vaivén, esa danza de olas besando el mar, al caminar, porque él la reprimía. No andes de puta, mijita. Le repetía, a veces de cerca, al oído, con navajas en la lengua. Otras le gritaba en público, con espuma de cicuta en la boca.
Un día le dijo deja ese pinche teléfono, cabrona. Y lo dejó a un lado. Y sonó y vibró y sonó en dos ocasiones más y volvió a vibrar. Eran los mensajes que ella ya no podía contestar, por órdenes de su dueño. Hasta que le dijo, déjame que le responda y ya lo guardo. Se le hizo fácil, no esperó la respuesta. Tomó el aparato y empezó a teclear. Taca taca. Zumbido y timbre. Otros cuatro zumbidos: pandilla de abejas dentro del aifon. Hasta que se escuchó un grito. Te ordené que dejaras ese pinche teléfono. Y antes de que ella volteara y suspendiera el taca taca le disparó en tres ocasiones. A ver si así dejas de guasapear, pendeja.
Aviso: la malayerba descansa dos semanas. Gracias.
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