Joel agarró el erre y le jaló. Su amigo ya lo había hecho y le dijo nombre bato, se siente machín. Pisteaban y se enfermaban con esos corridos de los jefes, la malandrinada, los morros aventados y los cuernos de chivo. Así andaban, en esa densidad de la música y el dedo en el gatillo, cuando entraron seis encapuchados.
Iban encuernados. Les pusieron una chinga que los dejó tirados y entraron a la casa, buscando algo. Y las armas, preguntó el que parecía el jefe. Las armas, cabrón. Dime dónde están las pinches armas. El amigo de Joel respondió que no tenía más que esa y un par de cargadores. Se querían llevar a su mamá y luego a un hermanito pero al final desistieron. Solo se los llevaron a ellos.
Les cubrieron la cara con sus camisetas y los acostaron boca abajo. Los tenis squerchs del matón le pisaban la espalda. Órale puto, no mires. Veinte minutos. Los bajaron en una casa grande, de patio inmenso. Los grillos silenciaron. Los sentaron en sillas de madera. Para quién trabajan, dónde están las armas. Trajeron un machete de metro y medio y les pegaban con la hoja ladeada: en la espalda, el pecho y el abdomen. Joel decía yo no sé nada, solo soy taxista. El otro contestó que el erre se lo dieron para que lo guardara. Y de ahí no se movió.
Puñetazos en panza y cara. Navajazos en el pecho. Chicharra en las bolas. Quién, dónde, para qué. No sé, patrón. Yo no sé nada. El otro, cansado y con la sangre invadiendo sus prendas, les dijo mátame de una vez. Te la das de muy cabrón, de muy güevudo. Envolvieron su cabeza en una bolsa y se la quitaban cuando se decoloraba.
De nuevo al carro y de ahí a otra casa, en la ciudad. Los mantuvieron esposados, les dieron agua. Esperaban órdenes. Sonó el cel. Sí patrón, sí jefe. Así será. Los sacaron y otra vez al carro. Los vamos a soltar, morros. Los bajaron en un paraje y los tiraron boca abajo. Manos y pies atados, ojos vendados. Apenas besaban la yerba cuando Joel escuchó disparos. Alcanzó a sentir cómo lo mojaba la sangre que emanaba de la cabeza de su amigo.
Le hervían los brazos, el pecho. Brincaba el tórax. Ya vámonos, gritó uno. Oyó el sonido del motor. Estoy muriendo, se preguntó. Aguantó unos minutos, por si regresaban. Se hincó no supo cómo. Brincó, dio pasitos, hasta alcanzar unas ramas para tallar y cortar la cinta que ataba sus manos, sus pies. Se arrastró. Vio casas lujosas y no quiso ni que lo vieran. Luego una casa de lámina. Alcanzó a pronunciar agua. Pidió una ambulancia.
La ambulancia lo recogió. Seis disparos: brazos, pecho y en el costado izquierdo. Fracturas, heridas, cortadas. Perdió mucha sangre: está casi muerto, dijo alguien de urgencias. Solo traía trescientos: trescientos mililitros de sangre, de los cinco litros que necesitaba su cuerpo.
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