Río Doce.- La cárcel: un hotel, un prostíbulo, una narcotiendita, un motel, un espá, una oficina, un refugio para pasar los días de la semana con excepción de sábado y domingo. Eso era para él el penal al que lo habían mandado, acusado de narcotraficante, delincuencia organizada, posesión de armas de uso exclusivo del ejército y posesión de droga.
Cada viernes, o a más tardar el sábado muy temprano, salía de ese centro penitenciario. Los custodios iban por él a su celda. Acudían en su búsqueda como quien se apronta para encontrar un amigo e ir a dar la vuelta. Llegaban y lo saludaban con afecto, sin dejar de lado el respeto. Jefe, a sus órdenes. Casi se le cuadraban. Él respondía también con afecto, pero no hacía más ceremonias.
Lo esperaban afuera. Él salía como si anduviera solo. Ellos tras él, escoltándolo. Mientras caminaban, le sacaban plática. Eventualmente volteaba, sonreía, respondía, hacía algún ademán, sin detenerse. Y de nuevo de frente. Trescientos pasos por ese sendero pavimentado, al fondo las empolvadas canchas de basquetbol y del otro lado los talleres de mecánica automotriz y carpintería.
Llegaban al punto de revisión. Pasaba como el agua: adelante jefe. Hasta ahí lo acompañaban esos celadores, que eran relevados por otro par. Unos cuantos metros más y llegaban al pórtico. Que le vaya bien, lo despedía más de uno. Él sonreía, levantaba la mano y respondía con gratitud. Esos mismos uniformados lo subían a un vehículo particular y lo sentaban en el asiento de atrás. A dónde siempre, jefe. Sí, por favor.
Llegaban a una casa de buen nivel. Grande, espaciosa, con cochera para tres carros y un jardín que ya lo quisiera cualquier escuela primaria del gobierno. Estaba dentro de una privada. Era la señora de la casa, la que limpiaba y le hacía comida, quien lo recibía. Patrón, pásele a lo barrido. Él preguntaba si había novedades. Volteaba a ver a los agentes, que permanecían en la puerta. Gustan. Siempre se negaban. Era la hora de separarse. Hasta el lunes, entonces.
Cada fin de semana lo mismo. Viernes o sábado temprano. La rutina que antes era refrescante y liberadora, se hizo cansada, aburrida. Mta madre, llegó a pronunciar. El gozo de ejercer esa libertad de dos días lo estaba oxidando por dentro: atrofiados los músculos de la felicidad. Endorfinas de güeva. Esa mañana lo llevaron y se despidieron como si nada. El lunes volverían pero él le pidió a su empleada que les dijera que se había ido. A dónde. Lejos.
Llegaron los custodios y tocaron el timbre. Un ding dong se escuchó y a lo lejos unos pasos que se acercaban. Hola buen día. El señor no está. Ellos estupefactos. Se vieron uno al otro. Y a dónde se fue. Me dijo que les dijera que lejos. Sí pero a dónde. A Disneylandia. Ah y dijo que no lo esperen.