Para Jack Hawksmoor, que no existe, pero es real.
Río Doce.- Eso de vivir todos juntos hechos bola, organizados o desorganizados, en casas contiguas, con lugares comunes y espacios privados, vías de comunicación y otro tipo de servicios, con el propósito de asegurar nuestra existencia y facilitar nuestra convivencia, tiene en este mundo desde que inventamos las ciudades, o sea, unos seis mil años.
Desde entonces hemos pasado por distintas etapas de desarrollo de los centros urbanos, ligados por lo general a los avances tecnológicos, el crecimiento cultural, la administración de los recursos, los conflictos políticos o la salud. Y en todo este tiempo, el eterno conflicto entre lo rural y lo urbano.
El tiempo ha destilado la personalidad o el carácter de muchas ciudades alrededor del mundo. Sus edificios, monumentos, belleza natural u otros atractivos, las definen frente al resto. La ciudad luz, la gran manzana, la ciudad de los palacios, le perla del Humaya, son nomenclaturas que damos a nuestros centros urbanos como títulos nobiliarios.
En el imaginario colectivo de los seres humanos, a veces nos hemos planteado la posibilidad de que las ciudades sean seres vivos en sí mismas. Incluso esta idea dio origen a la teoría del organicismo dentro de la sociología, la cual sostiene que la sociedad es un ente vital.
Como tales, es su vida la que caracteriza a sus habitantes. ¿Quiere conocer a los neoyorquinos, vieneses, parisinos o chilangos? Súbete al metro. Y antes de que pienses que en el extranjero sólo tiene vagones súper cómodos último modelo, déjame romper tu ilusión y confirmarte que no, también los hay viejos y pintarrajeados.
Pero el trajín cotidiano, aunque similar, tiene sus diferencias. En el DF los apretujones están a la orden del día, en Nueva York las prisas y las carreras parecen competencia olímpica, en Viena no metes el boleto a ninguna máquina porque confían en que no subirás sin pagar, mientras que en París apenas llegas a una estación cuando ya le sigue otra. Si la ciudad está viva, el sistema subterráneo de transporte son sus venas.
¿Pero qué pasa cuando la referencia de nuestras ciudades es la muerte? ¿Qué pasa cuando el paisaje urbano se convierte en una enorme escena del delito? Cuando la ciudad se llena de veladoras, flores y globos que señalan el punto donde cayó la víctima de un homicidio, se va poblando de fantasmas.
El pasado 19 de enero, el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal A.C. dio a conocer el ranking 2013 de las cincuenta ciudades más violentas del mundo. Los trece primeros lugares los ocupan urbes latinoamericanas encabezadas por San Pedro Sula, Honduras. Del listado, diez puestos corresponden a ciudades mexicanas.
Acapulco ocupa el tercer lugar y Culiacán el vigésimo cuarto. La capital sinaloense se encuentra por debajo de Detroit (22 sitio), Cali (9) o Caracas (2) y por encima de Ciudad Juárez (27), Tijuana (45) o Cuernavaca (50). Si sólo consideramos las zonas urbanas de nuestro país, Culiacán es la segunda ciudad con más asesinatos con una tasa de 42.17 por cada cien mil habitantes. La buena noticia es que hace dos años estábamos en el décimo sexto lugar.
No creo que haya nada qué celebrar. Nuestras ciudades se convierten en territorios donde la lotería de la muerte te da boleto sin comprarlo. Aunque quienes hemos vivido en ellas sabemos que en Culiacán o Cuernavaca los homicidios no se dan en duelos del viejo oeste, a mediodía frente a Catedral o el Palacio de Cortés.
A veces pienso que la urbanización del asesinato sigue la geografía de la ciudad, se alimenta de sus desigualdades, vive en sus rincones marginados, le respira en la nuca a los vulnerables. Otras tantas pienso que sigue la ruta de la ira, los celos, la codicia. Pero también veo que la muerte es lodo en las suelas del dinero.
No toda la ciudad es un ataúd, pero tiene callejones creados por balaceras que nos encierran con la muerte. Genera espacios en pequeños momentos en los cuales el entorno urbano oprime y opera en nuestra contra. Son los lugares donde ocurren las historias del Malayerba.
¿Qué traza tendría Culiacán si nunca se hubieran borrado las siluetas de los muertos tirados en la calle? Morir en nuestras ciudades es cuestión de transitar por caminos cuyo riesgo proviene de nuestros pecados. ¿O no paisano?
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