Estudiante y muy servicial. Primero en la clase y en su casa. Había conservado un excelente promedio a golpes de un esfuerzo descomunal que incluía desvelos, lejanía de relaciones depredadoras y una vida de encierro. Hasta que quiso volar, divertirse, olisquear la noche y sus venturosas rúas. Hasta que ese celular no volvió a funcionar.
Su madre atendía un puesto de comida. Él se metía detrás del mostrador y se distinguía por su eficiencia y calidez en la atención a los clientes. Veloz con las manos y los pasos. Sonrisa fácil, de buenas formas al tratar a los demás: siempre amable, divertido, simpático y benevolente. Cuando estaba en el changarro, aquello se revolucionaba plácidamente y su progenitora sonría.
Eran sus ojos. El hijo preferido. Quizá por su empeño en estudiar o porque había crecido pegado a sus faldas o porque había elegido estar con ella, ir al mercado y aprender las labores domésticas en lugar de jugar al futbol y de entrarle a la mota en el carrujo de los plebes que se llevan en las esquinas.
Él era eso. Una luz del otro lado de la tormenta. Sus otros hijos eran buenos pero éste era mejor. Y además se involucraba tanto y tan bien en el negocio que la estimulaba. Ya los clientes lo conocían y lo procuraban. Se hacía cargo de unas tareas, además de atender a los comensales. Alguna vez pensó que podía heredarle el puesto de comida, de tan adentrado y buenos resultados que con él obtenía.
Pero esa noche quiso volar. Las aves diurnas no vuelan de noche, debió decirle. Él comentó que sería solo un momento, que iba con unos amigos y regresaría temprano. Tenía ganas de divertirse. No le gustaba pistear ni las drogas. Le aclaró a su mamá que era un cotorreo sano. No te preocupes. Y salió de ahí aleteando.
Ahí estaban sus amigos, repartidos entre la sala y el patio. En el centro de la sala una pareja bailaba tan entrelazada que parecía uno solo. Ninguno como tú, repetía en el estribillo, en inglés, esa voz poderosa: dulzura y trueno. Esos nadaban en la piel del otro, a ratos se miraban y expelían miel. Los besos anegan.
Él saludó. Se detuvo a ratos para conversar. Pico la botana y volvió con un grupito que se había quedado en el patio. Se contaban chistes, reían, recordaban y volvían a reír. Parecían felices, amurallados por la amistad. Suficiente, me tengo que ir. Por qué tan temprano. No contestó. Salió al ancho bulevar, a dos calles. Apenas pasada la media noche. Ahí, en la banqueta. Esperó un taxi que tardó demasiado. Se detuvo un carro, bajó un hombre y le disparó de cerca, con una pistola matapolicías.
Él cayó. Se tocó el abdomen, la piel torácica. Tibieza en despedida. Tomó el celular y llamó. Ayuda, alcanzó a decir. Que alguien me ayude. Clic.
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