Javier Valdez/Río Doce
Cuando lo reconocieron fue porque lo tenían a cuarta y quemón. Pum, se escuchó la patada en la puerta. Entraron enfierrados y apuntándoles a todos. Se dirigieron al de dieciocho, un joven flacucho y muy serio. Te vas con nosotros, morro cagado. Él preguntó por qué. La madre preguntó por qué. Los demás hermanos gritaron por qué. Cortaron cartucho y entonces todos callados.
Lo sacaron de ahí mientras lo señalaban, con maldiciones que espinaban cada frase, que había matado a un pesadito y tenían órdenes de arriba. De muy arriba. Hay que detenerlo, vayan por él. Y ahí estaban, subiéndolo a culatazos a la camioneta y respondiendo a la madre búsquelo al rato en los separos de la ministerial.
La madre los correteó en guaraches y se tropezó y mordió el terregal y la polvareda que levantaron aquellos policías en su huida. Allá entre matorrales, lejos de los caminos vecinales, lo encapucharon y golpearon. Sangró por la boca y la nariz. Le cortaron con navajas las piernas y los brazos. Le decían firma, pendejo. Firma. Di que tú fuiste el que mató a fulano. Confiesa hijo de tu rechingada madre.
Hasta que bocabajeado aceptó. Le dieron una pluma y un papel en blanco, con una raya para que firmara. Le dijeron que se aprendiera la versión: lo mataste por celos, porque te quería bajar a la chava, lo citaste con engaños allá, y ahí mismo lo trozaste a plomazos. Balbuceó.
Yo ni novia tengo. Cachetada. Eso vas a decir, cabrón. Entendiste. Balbuceó de nuevo un tenue sí. Lo llevaron a los separos de la policía, luego lo subieron a una sala donde el jefe lo presentó junto con una chava que no conocía. El director dijo que habían detenido al fin a los homicidas de un joven que apareció muerto entre los surcos secos de un frijolar.
Frente a los reporteros, entre flachazos hirientes como dardos de veneno, dijo a todo que sí, que él era, que los celos. Que por eso le había disparado tres veces. Aquí, en el pecho. Y en la cabeza. Apareció su foto en los periódicos: posando, adolorido, con el rostro envejecido y junto a una chava que vio de reojo ese día, en la conferencia de prensa.
De un mes a otro interpuso solicitudes de amparo. Su abogado presentó pruebas a su favor y los dichos de la policía se cayeron como naipes disparados de la mano de un crupier. Salió libre porque así lo dictó el juez. Se supo después que lo habían detenido porque sabían que se estaba entendiendo con el otro bando: estar con el cártel enemigo, el no oficial, es sentencia de gatillo y sin juez.
Dieron con él porque el jefe, el de mero arriba, les había pedido que buscaran un culpable. En los archivos lo encontraron: joven, cercano a los malandrines enemigos, pobre y con antecedentes penales por robo en casa habitación y asalto.
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