A mi primo Mario, Vato Loco por siempre, que ya descansa en la clicka del cielo de East LA.
Cuauhtémoc Villegas Durán
No era la primera que veía la estatua de la Libertad con su llama sempiterna. No. No era la primera vez que el bato viajaba a neu yor. No. Ya eran tantos trabajos para el jefe que conocía, podría decirse, la ciudad, la Gran Manzana. Los lujosos edificios donde llegaba a cobrar las deudas de los grandes distribuidores de esa ciudad le eran comunes.
El viaje le gustaba, quería sentirse refinado aunque sabía que nunca pasaría de ser uno más de San Juan de Dios , el barrio más bravo de la ciudad, en las pequeñas calles temidas y cerradas donde el plomo y la sangre son parte del diario vivir, son la forma de sobrevivir. Desde morrito los vio caer y ya de grande le toco tumbarlos. Matar a los del barrio por la plaza y a los policías hasta por gusto. Esa era su vida y lo aceptaba “así son las cosas y uno tiene que aguantar hasta la cana callado”, así es esto, contestaba a quienes se atrevían a preguntarle sobre su vida. Como una filosofía criminal. Como una sabiduría asesina.
Uno de sus 45 choferes lo esperaba el aeropuerto John F. Kennedy. Era de todas sus confianzas, era el único chofer de los carros amarillos y cuadros negros de su flotilla de taxis entregado cinco años antes como paga por uno de sus trabajos y era el pretexto perfecto para sus constantes viajes a esa ciudad.
Hizo sus cuentas: llevaba 27 muertes en su carrera de sicario y por sus pleitos y gustos: bancazos, robos a camiones blindados, transporte de droga desde Centroamérica a Texas por todo el golfo de México, cuidando los tráileres llenos de cocaína. Conocía todo México todo Centroamérica, Colombia, partes de Estados Unidos. Solo le faltaba Europa. “Un día la conoceré”, pensó en su mente fría y oscura, llena de cadáveres y robos. Pero también de mujeres y drogas. Aunque las drogas y el alcohol eran cosas del pasado. Ya estaba superado. Por eso le daban estos jales, porque era un hombre de fiar.
Cerca de la doce de mañana llegó a al edificio de la Quinta Avenida. Era inmenso. Pidió hablar con el magnate judío colombiano. Entró en su inmensa oficina tapizada de marmoles italianos y maderas finas de Brasil y de África. “Lástima”, pensó. El hombre sudaba a chorros. Le pedía que le perdonara la vida. Que no lo matara. Que se uniera a su bando.
–¿Cuál bando pendejo?, que no ves que ya estás solo. – Le dijo tranquilo, mientras elevaba el bate del magnate, que le había regalado uno de sus compatriotas colombianos que jugaba en las Grandes Ligas gracias a la mafia colombiana
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