Demasiado tarde
octubre 26, 2014 por Javier Valdez/Río Doce
Subió a plomazos. Uno a uno los vio caer y él pisó los cadáveres como peldaños para ascender en esa maquinaria criminal: vida de ojos de sótano y mirada malva, añejada de sombras y fantasmas. Antes de que aumentara su enfermedad de adicción a matar, le dieron pa bajo a su jefe.
Adiós a los mejores vinos y güisquis, al mejor polvo gratis y lucir con esa pechera y el cuernote de chivo. Todo porque esos de la marina lo trozaron a plomazos cuando se toparon con ese retén que derivó en persecución y enfrentamiento. Ellos entrenados, con esos uniformes camuflados, cascos y patrullas. Los sicarios con sus güevos que se fueron haciendo pasita cuando empezaron los chingazos y mataron al jefe.
Jefe, jefe. Ya no habló. Se quedó con la boca abierta y apenas soltó el último resuello. Jefe, jefe. Fuga por la Costera: como pudieron corrieron, subieron a una de las camionetas y el acelerador hasta el fondo. Los marinos tras ellos, disparando. Se escuchaban los zum que les peinaban los pelitos de las orejas y el cuello. Zigzag por calles. Vueltas para todos lados. Hasta que los perdieron.
Siguió en ese camino de pecheras de fierros tronadores, pero cuando nació su hija y la tuvo en sus brazos dijo hasta aquí. Ese pedazo de algodón rosa, trozo de nube en primavera, era su salvación: su pase a la decencia. Entonces puso una carreta de tacos y se le vio peleando con tomates, cebollas asadas y trozos de carne. Taca taca, pegándole golpes a las piezas, a la tabla, con ese cuchillo enorme.
No le iba tan bien pero estaba tranquilo. Esa morrita lo hacía regresar a su casa emocionado de volver a tenerla, darle biberón, cambiarle de pañal y verla dormir en sus brazos. Pero sus bolsillos se vaciaron con facilidad. Los billetes adelgazaban rápidamente y acaso algunas monedas tintineaban.
Se le ocurrió cambiar de bando. Fue a la policía estatal y lo rechazaron. Su familia le dijo vete de aquí, te van a matar. Contestó si me voy vienen por ustedes.
Regresó a la carreta. Se hizo de clientes y su derecha pasó de la agilidad con el gatillo a la destreza en el asado de carne, elaboración de vampiros y pellizcadas y monumentales quesadillas mixtas, que eran las más caras y codiciadas por los comensales. En una ocasión supo que lo estaban cazando: cincuenta balazos en su carro delataron a los agresores.
Luego llegaron esos cuatro. Se sentaron en la mesa más cercana a la cabina donde asaba y ordenaron tacos y esas quesadillas criminales. Eran de la clica. Voltearon, susurraron y lo reconocieron. Cenaron, pidieron dosis extra de rábanos y pepinos y salsa. Se levantaron y se lo llevaron a chingazos. Gritaba insistente que quería hacer las cosas bien. Tengo una bebé. Le respondían que demasiado tarde, bato. Demasiado tarde.
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