Su hermana andaba con un narco jefecillo. Pero se pelearon y entonces las familias, que antes convivían y compartían hasta las alcobas, ahora estaban enemistadas, distantes y en guerra declarada: ella le dijo que no le permitiría ver a su hijo, él contestó que la mataría. Y a todos los de su casa.
No va a pasar, no te preocupes, le respondió uno de los tíos más cercanos. Quiso calmarla. Si somos como hermanos, si crecimos juntos desde plebes y andábamos con las canicas y las bicis y arreando el ganado y sembrando desde morros. Y todos asintieron, menos él, que sintió una daga entre sus ojos y otra en medio del abdomen.
Conocía a ese bato con el que había andado su hermana. Sabía de sus venganzas, de sus órdenes que terminaban en matanzas, de sus gatilleros que tenían el dedo diarréico de sangre y pólvora. No. Esto no se va a quedar así. Y la semana siguiente le dio la razón: uno de sus hermanos fue emboscado camino al pueblo y asesinado a balazos, con todo y el famoso tiro de gracia.
Luego fue un primo. Lo citaron en la tienda de insumos agrícolas, con el pretexto de que había llegado la semilla que encargó. A ese le dieron de cerca. Bastaron dos disparos para que cayera y no se moviera más. Después el padre, y antes de que la sangre llegara a la cuna, la hermana y el bebé salieron huyendo y a escondidas.
Él se anticipó a todo y buscó refugiarse en la ciudad, a tres horas de camino. Ni eso lo salvó. Se enteró de que los que lo seguían estaban tan cerca que podían refugiarse en su sombra. Renunció al trabajo, dejó de visitar amigos y de usar el teléfono celular. Abandonó sus rutinas y sus rituales. Cambió de domicilio y hubiera querido cambiar de identidad, cuando le sugirieron que se fuera a gringolandia.
Allá estuvo tres años. De seguro las cosas ya se calmaron, pensó. Cinco muertos a la vera del camino y todos los habían puesto sus parientes. Volvió a aquella ciudad que fue su primer refugio. Esperó un mes y no vio señales de muerte. Olisqueó, se asomó a algunos sótanos, trató de percibir esa pólvora, a sudor con fierro y sangre. No percibió ni aquellas sombras.
Mes y medio bastó para que él bajara la guardia. Él que no tenía nada qué ver con los narcos. Él que trabajaba en el gobierno, pero que tenía dos hermanos metidos hasta los surcos en el narcotráfico. Él que era dedicado, honesto, responsable y soltero. Él que no debía. Él que temía. Él, el mismo que recuperó sus rutinas, amistades, cafés y bares.
Una tarde fue a buscarlo uno de esos amigos. Tocó y tocó. Nadie abrió. Se desesperó y entró. Había sangre en dos sillas y en el piso. Dos muebles despedazados, pedazos de vidrio desperdigados y una escena del crimen todavía tibia. Vinieron por él, dijo. Y no lo volvieron a ver.
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