Como nunca antes en la historia reciente del poder Legislativo, el régimen logró en los meses pasados beneficiarse del control político del Ejecutivo y de las alianzas estratégicas o coyunturales para sacar adelante sus proyectos de transformación jurídica del país, abarcando tanto la Constitución como una gran cantidad de leyes secundarias. Esa transformación es cierta y no requiere ser detallada por ser de conocimiento público su amplitud en diversos aspectos de la economía y la vida social. Lo destacable es el modo como el Congreso fue, después de un largo periodo de disfuncionalidad que arranca desde el gobierno de Ernesto Zedillo, nuevamente operativo a los requerimientos emanados de la presidencia de la República para aprobar las tan publicitadas pero aún no demostradamente eficaces reformas estructurales .
Si en el seno de la sociedad la legitimidad de algunas de tales reformas está aún en cuestión, en el Legislativo federal y en los congresos estatales se formaron mayorías suficientes para aprobar los cambios a la Constitución y a las leyes. Por eso no deja de ser llamativo que ahora el PRI, como fuerza hegemónica, proponga una consulta en torno a la integración del poder Legislativo, en particular para eliminar parcialmente la representación proporcional personificada en los llamados plurinominales.
En mi artículo anterior cavilé a propósito del divorcio, no de los legisladores de representación proporcional sino del Legislativo en su conjunto, con respecto de los ciudadanos. Su desprestigio e impopularidad son evidentes para la mayoría de la sociedad, lo que debería conducir, en efecto, a una reforma profunda de la estructura y los usos y costumbres del parlamentarismo en México. Pero no es a ésta a lo que apunta el llamamiento lanzado por la dirigencia del PRI el pasado 20 de agosto para que los ciudadanos se pronuncien sobre la disminución del número de pluris.
La iniciativa de consulta priista le permite al partido (nuevamente) de Estado: a) distraer a la opinión pública de la consulta sobre la reforma energética impulsada por separado por el PRD y el Morena; b) canalizar sólo hacia un sector de los legisladores, “por los que nadie votó”, la justificada insatisfacción ciudadana con sus representantes; c) montarse sobre una corriente de opinión que se ha fortalecido espontáneamente en la población, cuando no inducida por diversos medios de comunicación, y adversa a esa forma de representación; y d) tratar de recuperar prestigio y legitimidad sociales en un momento en que tanto la popularidad del jefe del Ejecutivo como la aprobación de la gestión priista (aunque no sólo ella) en el Congreso se desploman en las encuestas (véase, por ejemplo la de la firma estadounidense Pew Research, difundida el martes 26, coincidiendo con la visita del presidente mexicano a California).
La pregunta propuesta por el priismo: “¿Estás de acuerdo en que se modifique la Constitución para la eliminación de 100 de los 200 diputados plurinominales y 32 senadores plurinominales ?” está lejos de responder a una crisis de la magnitud de la que se vive en el poder Legislativo. Afectaría tan sólo la representación de los partidos minoritarios y consolidaría la de las fuerzas hegemónicas en beneficio de un esquema tripartidista o acaso bipartidista, más funcional a los intereses de los grupos oligárquicos.
La representación mixta —de mayoría relativa y proporcional— fue la respuesta que el régimen encontró en la reforma político-electoral de 1978 a la crisis de agotamiento del sistema de partidos, que implicaba una participación decreciente de los ciudadanos en las elecciones. Se otorgó registro a nuevos partidos y se amplió la Cámara de Diputados para dar entrada a cien representantes más, provenientes de los partidos minoritarios que no hubiesen obtenido al menos 50 triunfos de mayoría relativa; es decir, en ese momento, todos con excepción del PRI. Una segunda reforma, de 1986, amplió a 200 el número de plurinominales, pero dando cabida entre ellos a la representación de los partidos mayoritarios. Ahora, la propuesta priista es deliberadamente confusa, porque no especifica si la reducción a 100 recupera el espíritu original de que sean sólo para las fuerzas menores o mantendría la representación proporcional también para los partidos con un alto número de diputaciones mayoría relativa.
La propuesta de un menor número de posiciones en disputa no es un hecho aislado. Dos recientes reformas indican el sentido de la propuesta del PRI: la reelección inmediata de diputados, senadores y presidentes municipales (para sumar los legisladores hasta 12 años continuos) y la elevación de la votación requerida para conservar el registro como partido político nacional de 2 a 3 por ciento. En su conjunto, tales reformas apuntan a una mayor osificación y esclerosis del sistema político, particularmente en el Legislativo, y a una más difícil rotación de los individuos y de las generaciones en los cargos, que ahora se verían disminuidos, de prosperar para 2018 la consulta que el PRI plantea realizar en 2015. Nuevamente, los representantes más conspicuos y con más recursos de la partidocracia serán los que tengan posibilidades de obtener la reelección o una posición en las disminuidas listas de plurinominales.
¿El desempeño de un diputado o senador en sus funciones depende de su forma de elección? Definitivamente no. El haber ganado por mayoría relativa en un distrito o en un Estado no es en absoluto una garantía de idoneidad, honestidad, ética para el cargo, mucho menos de independencia frente al Ejecutivo, como se ha visto en el periodo reciente en que representantes de mayoría relativa y plurinominales de los partidos mayoritarios se sometieron por igual a la voluntad del presidente y a la disciplina partidaria. Por el contrario, las bancadas de partidos minoritarios como Movimiento Ciudadano y el PT, integradas en lo fundamental por representación proporcional, fueron más consecuentes que aquéllos en la defensa de la economía popular y de los intereses nacionales durante el debate de las reformas “estructurales”.
Tampoco dependen de la forma de elección los enormes privilegios de los que legisladores de mayoría y de proporcionalidad disfrutan por igual. La reducción del número de éstos no tendrá ningún efecto en la calidad de la representación si no se ajustan los sueldos, sobresueldos y prerrogativas que el Legislativo se asigna y que, como lo expresé con anterioridad, lo han divorciado de la mayoría de los ciudadanos. Sin adelgazar las enormes prerrogativas de las que los legisladores disfrutan, la mera disminución de su número no asegura, como se presume, rebajar los gastos y abultados presupuestos que el Congreso, como conjunto, se asigna a sí mismo. La consigna “Más resultados con menos pluris” que el dirigente nacional priista maneja en su más reciente artículo en El Universal no es, en ese sentido, sino demagogia que no se apoya en una propuesta de fondo para la reforma del Legislativo.
Porque es cierto que tampoco es una opción conservar la integración de este poder como hasta hoy. Además de los mencionados privilegios, el problema de los plurinominales, y por lo que hay un rechazo espontáneo de la población a los mismos, es por el hecho de llegar al cargo sin haber hecho campaña ni someterse a la prueba de las urnas. Una reforma de fondo al legislativo, que preserve la representación minoritaria y asegure una mejor representación sería aquélla en la que los legisladores por proporcionalidad sean los postulados en los distritos que, sin haber obtenido el triunfo, hayan sacado los mejores porcentajes para sus respectivos partidos en la circunscripción correspondiente. Es decir, aquellos que alcanzaron en la elección uninominal un segundo, tercero o cuarto lugar, siempre cuidando buscar la proporcionalidad entre las fuerzas partidarias en la distribución, sea esto con 100 o, como hoy, 200 plurinominales.
De hecho, la ambigua y confusa propuesta priista resultaría improcedente en los términos de la fracción VIII del artículo 35 de la Constitución que excluye la materia electoral de aquellas que ´pueden ser sometidas a consulta. Pero de prosperar por esta o por otra vía lo que el priismo peñista propone, se estará configurando un nuevo Legislativo a modo, con oposiciones disminuidas y una sobrerrepresentación de los partidos mayoritarios. El nuevo gobierno priista, tan añorante de los tiempos del salinismo, busca una nueva modalidad de la cláusula de gobernabilidad que le permita al neopartido de Estado obtener, por ejemplo, con un 35 o 37 por ciento de los votos, el 50 por ciento más uno, o más, de los representantes en las cámaras. De esta manera, el sistema político se encaminaría otra vez hacia el antiguo presidencialismo sin contrapesos que prevaleció en nuestro país por siete décadas; un régimen en el que las metáforas de las películas de Luis Estrada como La Ley de Herodes o La dictadura perfecta se verán rebasadas por completo.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
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