PGJE amenaza con enjuiciar a excavadores y reporteros
Río Doce.- “Por humanidad, por respeto a… los derechos humanos, dígale al subprocurador Evaristo (Castro Borbolla) que ya haga esas pruebas. Yo estoy seguro que es mi hijo, esa calavera es la de mi hijo”, clama un padre de familia a dos secretarias que con rostros impávidos, inexpresivos, cadavéricos, de piedra, no le responden.
Lo dejan hablar y él se suelta: “hace dos meses que estamos aquí, abandoné mi trabajo, porque mi esposa está muy mal, se está consumiendo. Ella quiere a su hijo que hace un año se lo llevaron desconocidos armados; y yo también. Esa calavera es la de mi hijo. Conozco los calcetines, la camiseta, los pantalones. Ese es mi hijo”.
“Mire —advierte—, dígale al Procurador que aquí lo vamos a esperar el tiempo que sea necesario, hasta que me reciba”. Muy bien, le responde retadora una de las dos muchachas. Y puede sentarse, le recomienda con sorna, al tiempo que le asegura que el subprocurador lo atenderá cuando llegue, si es que llega.
El señor se retira. Se va al fondo del edificio de El Faro, que fue rentado a un nuevo “cuate” del gobernador, Mario López Valdez para concentrar las oficinas de la Procuraduría General de Justicia del Estado (PGJE). Ahí aguarda.
No se sienta en la hilera de sillas. Se queda parado. Está de frente a otras mujeres que como su esposa visten de negro. Ellas también buscan a sus hijos desaparecidos. Y como a él, el subprocurador Evaristo tampoco las ha recibido. Se aprestan a mantenerse en el sitio, a la espera de que el funcionario los reciba.
Pasan las horas. El hambre aprieta, ellos la vencen.
Siete horas después de iniciada la espera, en silencio se retiran. Evaristo, el subprocurador, nunca los atendió.
En el rostro de las secretarias hay ahora una sonrisa.
Aquel señor y las señoras vestidas de luto estaban ahí por la reciente exhumación de seis cuerpos en igual número de fosas clandestinas, localizadas y excavadas por un particular, que como ellos, también busca a su familiar desaparecido.
Las primeras cinco tumbas clandestinas fueron encontradas a espaldas del panteón de Mochicahui, sindicatura de origen indígena en el municipio de El Fuerte.
Un leñador avistó restos humanos sobresaliendo de la tierra. Huesos y ropas de hombre. No se asustó. Se fue a una ranchería cercana, avisó a personas que sabía buscaban a familiares desaparecidos. Y éstos se lanzaron al lugar con palas en mano. Desenterraron parte de los cuerpos. Tomaron fotos y las enviaron a reporteros. Así, la noticia corrió de boca en boca. Así, la autoridad se enteró del nuevo panteón clandestino. Ante la tardanza del arribo de la autoridad, ellos, los civiles, buscaron más entierros clandestinos. Encontraron un segundo, luego un tercero, el cuarto y finalmente fueron cinco tumbas, en un radio no mayor a media cuadra.
De Evaristo y sus ministerios públicos no había razón ni presencia. Cayó la noche, y la penumbra cubrió las tumbas clandestinas.
A la mañana siguiente, el aparato armado de policías encapuchados llenó el lugar. Cercaron con cintas plásticas. Recomenzaron a excavar en donde los civiles ya habían encontrado los cuerpos.
Terminaron por sacarlos, depositarlos en bolsas y trasladarlos a anfiteatros prestados, porque hasta eso, la PGJE podrá rentar en millonadas de pesos edificios completos, pero no terminan de construir el Servicio Médico Forense, que durante dos años ha sido un elefante blanco, una obra muerta frente al reclusorio de Felipe Ángeles.
Los cuerpos, o lo que quedaba de ellos, fueron llevados a una funeraria de esta ciudad.
Apenas había pasado la corajina del subprocurador —porque fueron los últimos en enterarse del panteón ilegal—, cuando una sexta fosa fue localizada, también por buscadores de familiares desaparecidos, pero ahora en la Guamuchilera, en las inmediaciones de San José de Ahome. Es el mismo sitio en donde meses atrás ya se han encontrado al menos una decena de entierros secretos.
Y al igual que en los casos anteriores, los reporteros fueron los primeros en ser enterados del hallazgo y éstos publicaron la historia. La PGJE, a cargo de Marco Antonio Higuera Gómez, fue la última en saberlo, y lo supo porque el tema ya estaba en boca de toda la población. Evaristo y sus ministerios públicos fueron los últimos en movilizarse, y los primeros en ignorar a los buscadores de tumbas clandestinas.
Un enterrador advirtió a los reporteros que publicaron las fotos e información de los buscadores de tumbas: “Cuídense, Higuera y Evaristo andan muy encabronados con ustedes. Los van a citar a declarar por exhumación clandestina. A ustedes y a los que excavaron”.
Y aquellos que escucharon aquella advertencia sólo tuvieron una sonora carcajada como respuesta. Y una comparación: aparte de lentos, de ineficientes, ahora también son brutos.
Identifican tres cuerpos
Los primos Jesús Jaime Félix Loera el Pelochas y Ever Loera Bojórquez el Kiko, fueron enterrados en tumbas clandestinas en Mochicahui, después de haber sido privados de la libertad, el pasado 27 de abril, en la colonia Anáhuac.
En la zona fue también recuperado el cadáver de Luis Fernando Higuera Verdugo, de Santa Blanca, El Fuerte, quien tenía desaparecido 44 días.
Los familiares de éste fueron quienes descubrieron el panteón clandestino, en donde fueron desenterrados cinco cuerpos.
Días después, un sexto cadáver fue exhumado, pero en la sindicatura de Ahome.
Tres cuerpos no han sido identificados.Los rastreadores
San José, Ahome, es un pueblo en el que se han estado sembrando cadáveres. A finales de marzo pasado fueron encontrados cinco cuerpos en avanzado estado de descomposición en cuatro tumbas clandestinas localizadas y excavadas por civiles, sobre el lecho del río Fuerte.
Los particulares tenían meses buscando tumbas clandestinas, hartos de la ineptitud de la Procuraduría General de Justicia del Estado (PGJE) de Sinaloa para encontrar a personas desaparecidas, ya sea por la policía preventiva local, por el grupo de operaciones especiales de la Policía Ministerial del Estado, comandado por Jesús Carrasco Ruiz, o por grupos criminales que le disputan a las corporaciones el control callejero de las actividades ilícitas.
Aunado al dolor de haber perdido a familiares, a ese grupo de civiles, ya organizado en equipos, lo mueve también demostrar que el procurador, Marco Antonio Higuera Gómez es incapaz de proporcionar justicia a la sociedad agraviada por la violencia, y que el funcionario se convirtió en comparsa de actividades oficiales criminales.
Los cuerpos desenterrados resultaron ser de cuatro hombres y una mujer. Dos de los hombres fueron estrangulados, uno murió por las torturas a que fue sometido, al igual que ella, y a uno más le dispararon. Todos tenían más de seis meses enterrados.
A partir de este hecho se supo de la existencia de los rastreadores de muertos. Ellos temen por sus vidas, pero aún y con su miedo a cuestas, siguen abriendo la tierra en busca de sus familiares. Primero fue uno, luego se le sumó un compañero y acabaron siendo cuadrillas de hombres armados de picos y palas buscando señales de muerte, no de vida, enterrada en fosas clandestinas.
Se guían por comentarios de vaqueros, de vecinos, de gente que dice que vio o escuchó que en tal o cual parte hay alguien enterrado. A veces excavan y no encuentran nada pero no desmayan. Otro día harán lo mismo. Otro día encontrarán un cuerpo. No los exhuman. Los descubren y dan aviso a la policía. Ellos terminan el trabajo, mientras los rastreadores de muertos vuelven a sus casas a esperar. Ya habrá otra señal, cierta o falsa. Lo único que saben con certeza es que siempre hay muertos sepultados por la noche, en silencio, a escondidas.
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