GUADALAJARA, JALISCO (19/ENE/2014).- La noche de la boda me sangraron los pies. Las ampollas se tronaron y se me pegaron a los calcetines. Me los quité con pedazos de piel. Fue como a la medianoche. A esa hora la fiesta estaba a todo y lo de las ampollas fue lo de menos.
El infierno de a de veras no lo vimos venir.
Fue una boda de un millón de pesos, aunque nosotros cobramos nomás 400 mil. Nosotros, es decir nuestra empresa familiar de organización de eventos. Así nos anunciábamos. Silvia, la novia, nos había visitado los primeros días de enero, recomendada por unos paisanos de ella. Al principio le dijimos que no podíamos organizar una boda de mil invitados en un mes, que teníamos trabajo. Nos rogó tanto. Nos dijo que no nos preocupáramos que la quería igualita que otra que organizamos, tiempo atrás, para unos pochos en su mismo pueblo. Incluso, que el novio iba a contratar a sus propios meseros, a sus propios cocineros, a sus propios músicos. Acabamos diciéndole que sí.
Ahora que lo platico me siento de a tiro taruga, porque Silvia tiene toda la pinta de que nunca le debimos organizar la boda. Trae siempre unas joyas muy caras, unas uñas muy largas, una ropa bien versace.
Para su boda quería una carpa de circo donde cupieran, sentados a gusto en sillas finas, 400 invitados y, además, sillas y mesas de plástico para otros 600. Dijo que iba invitar a todo el pueblo. Los centros de mesa de los 400 asistentes principales fueron cilindros de orquídeas y rosas, con luces fluorescentes. La mesa de los novios la escogió de cristal. Para ese espacio quería una carpa de telas fucsia y rosa pastel, con pedrería. Todo le conseguimos.
Silvia se casó a principios de febrero. Mi compañera Florencia, dos asistentes de cocina, tres auxiliares de protocolo, un vigilante y yo llegamos a montar su boda a las siete de la mañana, nada menos que en la plaza del pueblo. Para guardar nuestras cosas nos prestaron el consultorio de Salubridad, que está a un lado del kiosko. Según el contrato, nuestros servicios se acababan a las dos de la mañana.
Casi a esa hora fuimos a enterarnos de que estábamos en un pueblo donde hay más cuernos de chivo que azadones.
Pero cuando se acabó la misa iban a dar apenas las ocho de la noche. Cómo íbamos a saber lo que nos esperaba. Al contrario, ignoramos todas las alarmas.
A las siete y media de la noche Silvia recorrió el pueblo, seguida por un cohetero y una banda sinaloense que cobra 40 mil pesos la hora. El detalle se nos pasó por el ajetreo de la pachanga.
Porque la novia nos agarró de sus sirvientes. A mí me insultó porque el vestido le quedaba largo y se lo tuve que coser. A mis compañeros les gritó porque la comida que contrató su novio llegó tarde.
Para los de la carpa de circo hubo una cena de tres tiempos con postre. A los de abajo, porque instalamos las mesas en las calles que rodean la plaza, les dieron birria y frijoles. Entre ellos estaba el borracho del pueblo, un señor de pants y gorra, de unos 60 años, que fregaba y fregaba que quería bailar con Florencia o conmigo. A los de la calle nomás les sirvieron cerveza: toda la que quisieron. Los de la carpa de circo tomaron Buchanan´s 18 hasta que se hartaron.
Con todo aquel despilfarro Silvia nos insistió mucho en que no se nos fueran a olvidar los alfileres, para que le pegaran billetes cuando bailara la tanda húngara. Después, todo fue banda del sicariato, cantada por sus autores, los mismos cantantes que posan con metralletas en las portadas de sus discos.
Con música de narcos y toda la cosa, había sido una boda como muchas, hasta la medianoche. A las 12 empezó a ponerse fea de veras.
La gente acabó de cenar y empezamos a recoger los cubiertos, para que no se los fueran a robar: eran cubiertos finos. Perseguida por el borracho del pueblo, que quería bailar con ella, Florencia recogía en una ala de la carpa de circo y yo en la otra. De repente la vi venir toda pálida: “¡Facunda, Facunda!”, me dijo, envolviéndose una mano con la otra, “allá hay tres hombres con metralletas”. Le propuse que yo retiraría los cubiertos de los de las metralletas.
No eran tres, eran como cinco treintañeros, vestidos todos con camisas de seda y chalecos de satín gris. Traían relojes de oro y dijes de cuerno de chivo incrustados con diamantes. Los acompañaban tres veinteañeras. Una de ellas, la más guapa, traía un vestido dorado, muy corto. Se notaba que era la mujer a la que todo el pueblo desea.
Cuando terminé de recoger le pedí a Florencia que le dijera a los otros de nuestro equipo de producción que no se acercaran a la mesa de las metralletas. Uno de los meseros del novio se burló de mí: “¡Uyyy, mija! ¿Pos qué no sabías quién es el novio? El novio es la mano derecha del mero mero. Esto va pa largo”.
No le pregunté quién es el mero mero. En parte porque ahora el borracho del pueblo estaba a duro y dale que bailara con él.
Para que llegaran las dos de la mañana pasó una eternidad. A las dos Fui con Silvia y le dije que iba a empezar a recoger mesas y manteles. Me miró con desprecio y me dijo que yo no iba a recoger nada. Que la boda seguía. Que le dijera de una vez cuándo iba a cobrarle. Me pagó en efectivo.
Pero después, Silvia vino a mí, humilde otra vez y muy nerviosa: “¡Vámonos! ¡Esto se acabó! ¡Ayúdame, rapidito!”. Ella y el novio y los papás de ella empezaron a quitar manteles, como perseguidos por el diablo. Le dije a los muchachos que se escondieran y me fui a esconder a la barra. Era las tres y media de la mañana. Mi compañera Florencia había desaparecido.
El cocinero del novio me tranquilizó con modos paternales: “No se preocupe, mi niña. Está usted en el pueblo más seguro de México”, me dijo. Le pedí al equipo que saliera de su escondite y me ayudaran a recoger todo: “¡En una hora, muchachos!”, ordené. Pero mi gente ya no quería salir y le di la razón.
Los de la metralleta eran ya una docena a esa hora. Habían puesto un puño de cocaína en la mesa de al lado. Iban y venían esnifando, rodeados por la banda de los 40 mil pesos la hora, que no había dejado de tocar. Desde la barra vi que la muchacha del vestido dorado, la más deseada del pueblo, seguía con los de las metrallas. Le gritaba a uno: “¡A mí no me dices que soy una cualquiera!”. Y el otro le contestaba: “Eres una recualquiera”. El hombre insistía en que sí, ella en que no y así, hasta él sacó un revólver, se lo puso a la muchacha en la cabeza y le ordenó: “¡A ver, dime que no eres una recualquiera!”.
La fiesta seguía, sólo en esa mesa. Los de la metralleta esnifando, la banda tocando y una corporación oficial llegando. Nomás que lejos de espantarse, los de la corporación saludaron, aceptaron un Buchanan´s y le pidieron a uno de los sicarios el radio que le habían prestado: “Mi jefe me va a fregar, ya dámelo”.
Tuve que pensar ¿a quién no le ha tocado una de éstas?
Me fui a esconder al consultorio de Salubridad que nos habían prestado. La luz estaba apagada y oí que mi compañera Florencia estaba llorando, debajo de una cama. ¿Y ahora? Me dijo que el borracho del pueblo que quería que bailáramos con él le fue con el chisme a uno de los sicarios. El sicario abrió la puerta del consultorio con una llave y gritó: “¿Dónde está la que no quiso bailar con mi amigo?”. No sabe si para consolar a mi compañera o para consolarme yo, me metí debajo de la cama.
Desde ahí, las dos oímos que la banda tocaba hasta las siete de la mañana. Luego, que los de las metralletas discutían dónde iban a seguirla.
Del resto del equipo de producción de eventos no supimos hasta el día siguiente. Todos se habían escondido y estaban bien. En la mañana, cuando los de la carpa de circo vinieron a desmontarla, sólo había niños en las calles. Me acosté en una troca de redilas, sobre los 100 manteles que llevamos a la boda.
La última imagen, antes de quedarme dormida, fue la de cuatro niños de unos siete años de edad, dos en bicicleta y dos a pie, enrolados en un juego perverso: “¡Cállense, cualquieras!”, le gritaban los de la bicicleta a los otros. “¡Ustedes son más cualquieras!”, respondían los de a pie. “Cualquieras retecualquieras”, contestaban los de arriba, apuntándolos, con armas imaginarias. Luego todos soltaban carcajadas diabólicas.
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