Río Doce.- En la escena inicial de El Padrino, esa joya cinematográfica que cumplió cuarenta años y se conserva tan fresca como cuando se estrenó, un desmadroso gatito gris juega en piernas y manos de Vito Corleone mientras atiende a Bonasera, el fúnebre funerario que va a pedirle un favor, atendiendo a la tradición siciliana de concederlos para traer suerte al matrimonio de su hija. A Bonasera le habían perjudicado dos imbéciles a la suya, mandíbula rota, nariz por lo consiguiente, y Don Vito escucha atento y cuestionador la desgarradora historia, al tiempo que atiende las exigencias de juego del michito, sin preocuparle la pelusa que dejará en su impecable smoking.
El gato no era actor, aunque así lo pareciera cuando Don Vito se levanta de su sillón, lo deposita sobre su escritorio y el micho permanece estático, inmune a los reflectores que, aunque la escena era algo oscura, debieron ser varios. El Padrino finaliza su diálogo con Bonasera prometiéndole un favor que deberá ser pagado en su momento, que ojala tarde en llegar. La especialidad de Bonasera era embalsamar cadáveres, de modo que ya sabrán.
Así como Vittorio de Sica encuentra a Lamberto Maggiorani y al resto del elenco de Ladrón de Bicicletas (considerada, junto con El Padrino, entre las 10 grandes películas en la historia del cine) en las calles italianas, actores sin experiencia, trayectoria o impacto popular, Marlo Brando se topó en los pasillos de la Paramount con un talento gatuno, con plena seguridad desempleado, al que “contrata” porque le vio potencial para darle mayor impacto a la primera escena de la película, y a Francis Ford Coppola no le quedó más remedio que aceptar esa propuesta excéntrica, gris, de cuatro patas, pese a que le representó una infidelidad con la novela de Mario Puzo y un problema de continuidad imperceptible en su película: el gato gris no volvió a aparecer ni en brazos de Don Vito, ni en los de sus hijos, ni en los de sus nietos, pero ningún cinéfilo olvida al micho y hasta se le incluye cuando la memoria esculca en busca de su primera imagen de El Padrino.
Seis perfectos minutos de inmortalidad se consiguió este michito en la legendaria cinta, caso único en el ranking de las diez mejores películas de la historia. Ninguno otro aparece en las nueve restantes, solo él, encantado de estar jugando con su camarada Marlon Brando, que reniega con Bonasera, mientras le sigue la corriente a sus intenciones juguetonas, porque le pide que asesine a los que violentaron a su hija.
—Eso no es justicia —dice Don Corleone cuando Bonasera hace su petición—, tu hija está viva. Y el gato gris se estira en sus manos, como si entendiera.
Aunque son engreídos, libertinos, infieles, independientes (y aquí dejo un etcétera al gusto), los mininos no se caracterizan por ser buenos actores. No discuto que tienen buena fotogenia, que saben seducir cuando les da hambre y gana, que son capaces de lograr temeridades que no cualquiera, pero su condición como animal se finca en lo disoluto. Solo les falta beber, fumar y drogarse. Quizá lo hagan en esos momentos en que se pierden de la vista de las personas que los quieren. Digo, porque ellos no se atan con nadie: si son gatas, descubrieron lo que es ser emancipadas mucho antes que las mujeres escucharan y supieran el significado del término; si son gatos, la cosa es peor, se van por los tejados. Los adorables sinvergüenzas que se limpian con saliva son ellos y su circunstancia.
Haga una prueba: impóngase la tarea de que su gato le obedezca en algo. Dígale un millón de veces que se siente. La posibilidad de que lo haga radica en la coincidencia de que le dé la gana de hacerlo en dos o tres veces, pero no por la orden. Intente que le regrese la pelota que le lanza. En ese caso no hay ni la más remota coincidencia que lo haga. Tras el millón de lanzamientos acabará con el brazo como si hubiera tirado un juego completo en Serie Mundial, cosa que a él ni le inmutará pues le vale un cacahuate el beisbol, y usted. Póngale una correa e intente salir con él a pasear: reaccionará como un adolescente que no quiere que lo vean con sus padres. Ni siquiera se esfuerce en que le dé la mano, más probable es que acepte hacerlo una reina de belleza.
¡Ah, los perros! Esos sí que saben tratarnos a los humanos. A las cuantas se sientan cuando lo ordenamos; a la primera pelota van por ella, a la veinteava nos la dan en la mano; nos saludan y hasta bailan en dos patas cuando nos ven. Buscan la correa para salir a caminar con nosotros, nos dan la mano y lamen la nuestra con total devoción, hasta la cara nos babosean. Nos dejan en la puerta cuando nos vamos y ahí nos esperan hasta el regreso, mientras los gatos agarran la ronda en cuanto nos ven salir.
Por ello los perros saben ser actores. El Pastor Alemán Rintintin atascaba salas de cine, ya ni se diga Lassie, la Collie cursi que hasta premios ganó. Ambos echaron a perder alfombras de cine de tantas lágrimas que provocaron. Y qué decir de Beethoven, ese San Bernardo inmenso, o del aguerrido Emmet, un Labrador destructor, o de los pinche mil Dálmatas: estrellas de cine, todos ellos, los dos primeros con la huella de su pata en el Paseo de la Fama de Hollywood. ¿Y a Laika, como la ven? fue la perra rusa que viajó por el espacio antes que cualquier humano. ¿Y qué me cuentan del Kripto, el perro de Súperman, que tenía sus mismos poderes y creo que hasta pensaba?
Serían muy buenos todos ellos, enternecedores, poderosos, cómicos, melodramáticos, cariñosos, cósmicos, viajantes en el espacio, voladores, pero ninguno aparece un segundo entre las diez mejores películas de la historia del cine. El atrevido gatito gris que se le atravesó meloso a un Marlon Brando de smoking hasta que lo sedujo, si. Y aparece a lo largo de seis minutos, pese a que era una infidelidad a la novela de Mario Puzo, pese a que permanece como un problema de continuidad en la película.
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